jueves, 2 de junio de 2011

El odio




Ha estado movida la cosa en nuestro país en las últimas semanas. Entre las patrañas y errores del gobierno, las peleas interminables en el congreso, los estudiantes exigiendo sus derechos y los ciudadanos comunes y corrientes marchando en contra de la destrucción de la Patagonia. Hay, entonces muchas cosas sobre las cuales hablar y escribir. Sin embargo, decidí escribir hoy acerca de algo que ocurrió hace menos de 24 horas. De un hecho horrible y triste, de algo que debiera hacer que la sociedad en su conjunto reflexionara: la explosión de una bomba en manos de un joven anarquista.
La cobertura mediática y las imágenes fueron elocuentes. Un muchacho de 22 años, quemado y mutilado producto de la explosión de un artefacto que él mismo instalaba en las afueras de un banco. Desfigurado, probablemente ciego de por vida y sin sus manos. ¿Habrá reflexionado acerca de esta posible situación este muchacho? ¿Él y sus amigos que confeccionaron la bomba llegaron en algún momento a dimensionar lo que estaban haciendo, sus consecuencias? ¿O habrá sido algo solo como una jugarreta, una manera de llamar la atención? Lo cierto es que la realidad superó con horror a la ficción. 
Personalmente, no creo en el anarquismo. Menos aún en el anarquismo que cultivan estos grupos de jóvenes. Anarquismo de chaquetas de cuero, púas, vaqueros apretados, botas militares y casacas de mezclilla sin mangas, pero casi sin literatura, filosofía, ideología o ideas. Una especie de rabia mal enfocada, visceral, que aunque justificada en sus origenes y en muchos puntos absolutamente comprensible, es autodestructiva y fanática, cegadora.
Como estudiante y después como profesor, me tocó conocer a personas que se autodenominaban anarquistas. Siempre me sorprendió en el diálogo su falta de argumentos, su incapacidad de discutir sin agredirte, el extremismo de sus palabras. Para ellos la violencia estaba plenamente justificada, es más, les parecía la respuesta natural ante un sistema (palabra ampliamente utilizada por ellos) que los agredía  de todas las formas posibles. Muchos de ellos (al menos todos los que he conocido) consumían drogas y abusaban del alcohol a un punto, nuevamente, de autodestrucción. No pocas veces, además, pude ver imágenes en los diarios o en los noticiarios de estos anarquistas encapuchados arrojando piedras a carabineros durante las protestas o marchas, dándoles justificación a los uniformados para actuar, lamentablemente, no contra ellos, sino contra quienes marchaban o protestaban pacíficamente.
A la postre, toda esa bonita rebeldía se perdía en la incapacidad de proponer "algo", un idea que permitiera reemplazar, modificar, mejorar el sistema que buscaban combatir. Todos ellos, tanto los que fueron compañeros de estudio como los que después fueron alumnos míos, habían abierto los ojos, fueron capaces de darse cuenta de que había cosas que no compartían, con las que no podían estar de acuerdo, injusticias en la sociedad, en el sistema, mas no pudieron dar el paso más allá de la rabia, del odio. Tienen mérito, de todas formas. Entre tantos jóvenes apáticos, cuyo único interés es la fiesta sin fin el reguetón, ellos destacan, logran asomar sus cabezas por sobre la masa, pero para mí (reitero que esta es una opinión personal) desperdiciaban su talento y energía en ideas plagadas de un inconducente odio, muchas veces manipulados por otros que se sirven de ellos.
El pobre muchacho que hoy se debate entre seguir vivo o no en una sala de hospital, con toda seguridad creía en algo, y creía, además, que volando un banco conseguiría algo. No sé qué, pero algo. De una extraña manera ha entregado un mensaje, sin proponérselo. Porque si hay un muchacho de 22 años fabricando bombas por ahí, es que debemos detenernos a pensar un momento. De la misma forma en que deberíamos hacerlo ante hechos delictuales protagonizados por jóvenes de 15 años. O reflexionar de la violencia en los estadios, en los colegios. Meditar acerca de la enorme cantidad de drogas y alcohol que se consumen en Chile. Son síntomas, algo nos dicen, pero no nos detenemos a pensar qué.
También deberíamos pensar, sentarnos a meditar, sobre los comentarios que pueden verse en Twitter o Facebook acerca de este hecho. Inclusive en el mismo blog del muchacho explosionado. Comentarios de alegría ante su tragedia. Gente que festina con la suerte de este muchacho anarquista. Gente que le desea desde una dolorosa vida hasta una muerte pronta. Al menos a mí, comentarios como esos me horrorizan tanto o más que la misma bomba y las consecuencias que generó. ¿Cómo puede el odio estar tan enraízado en nosotros, en las personas?
Me pregunto cuánto odio puede caber en una persona. El odio que lleva a un anarquista a querer destruir un sistema sin importar las consecuencias, hasta el horrible odio de quien se alegra del sufrimiento de otro ser humano.
Si san Agustín nos dijo que la medida del amor es amar sin medida, entonces, ¿Cuál es la medida del odio?

2 comentarios:

xurxo dijo...

Lo han pasado aquí por la tele y no lo he podido ver, la frase que has escogido para conclusión me parece fundamental.

Un abrazo.

También Importamos dijo...

Comparto plenamente esta entrada.