jueves, 7 de septiembre de 2006


Vampiro soy.

Lo venía sospechando hacía tiempo. Pero ya lo he confirmado plenamente. Soy un vampiro. Pero a diferencia del seductor conde Drácula yo no chupo la sangre de nadie. Claro está que tampoco tengo castillo ni capa, y tampoco tengo la facultad de transformarme en murciélago y, pese a que no me gustan los ajos, no resultan mortales para mí. En cuanto a una estaca en el corazón, creo que eso sí podría matarme.
Mas lejos de bromas, sí creo tener algo de vampiro en mi ser. Cuando estoy solo, me es fácil caer en la melancolía y en la tristeza. Cuando me encuentro rodeado de gente, cuando puedo conversar, bromear, aprender o enseñar, me siento alegre, "nutrido", se podría decir.
Y es que soy el vampiro de las alegrías y energías de las personas. Chupo su vitalidad, succiono sus esperanzas y anhelos, sorbo las pequeñas tragedias cotidianas. Me alimento de sus historias.
En cierta forma, proyecto mi vida en sus vidas. Me pregunto cómo sería vivir sus experiencias, estar en sus pellejos. La imaginación debe ser otro regalo de Prometeo a los hombres. Y es que cada persona es una historia que se relaciona con otro y ésta con otra hasta el infinito. Todos somos círculos que nos interceptaremos en algún punto, infinitamente.
Si me preguntaran, diría que soy copuchento. Me encanta escuchar historias ajenas; imaginarme el rostro de la mujer infiel, del marido cornudo, el patrón explotador, el cabro chico insoportable. Escuchar chistes y bromear. Esa es la sangre que succiono de los demás, impúnemente.
Y esas vidas de otros, también las vivo yo, y puedo ser muchos más, en un tiempo.