domingo, 6 de mayo de 2007

Mi abuelo



En abril, como bien habrán notado, desocupados lectores, no escribí nada, eso a pesar de que tenía tema para una nueva entrada.
Muchas veces antes me propuse hablar de mi abuelo; de mi tata Moisés. No lo hice porque nunca creí encontrar las palabras adecuadas para referirme a él. Este año se cumplieron, precisamente en abril, cuatro años desde que ya no está más en su casa. Cuatro años desde que no he vuelto a conversar con él, cuatro años de no acostarnos a dormir siesta escuchando la radio. Cuatro otoños sin sus historias, cuatro años de no sentir su colonia, de no verlo podar la parra, de no besar su mejilla. Se fue en abril, muy joven para mi gusto, pero como bien dicen por ahí, uno se va cuando no tiene nada más que hacer por acá.
Yo me crié con él. No es que viviera en su casa, pero después del colegio, me iba para allá. Mi hermano y yo, luego mi hermana. No iba a buscar. Comíamos con él, jugábamos, paseábamos, íbamos al cine. Lo acompañaba a comprar el pan o la parafina para su anacrónica estufa. Salíamos al parque he íbamos de vacaciones juntos. Él me hablaba de los libros que había leído, me contaba sus historias y yo me podía pasar horas escuchándolo, fascinado.
Sus relatos no eran de viajes o aventuras heroicas. Eran las historias de un niño huérfano, cuya madre murió cuando daba a luz. Eran las historias de alguien que a los quince años ya tenía ahorros para la pensión, que aprendió a leer y a escribir casi solo. Eran las venturas de quien vivió en conventillos, se iluminó con "chonchones" por las noches y pasó un año en el hospital por tener tifus sin ser visitado por nadie. Eran las historias de un carpintero, de un pintor de brocha gorda, de un obrero, de un dirigente sindical. La historia de un hombre que vivió el siglo XX como en primera fila.
Tal vez con su historia de vida, mi abuelo no debió ser feliz, sino todo lo contrario. Pero no, él fue feliz y un optimista crónico. Fue un luchador incasable, con una fe a toda prueba en el ser humano y sus posibilidades. ¡Cómo habría querido yo ser como él! La injusticia lo desbarataba, no podía soportarla, era de quienes se estremecían hasta la médula ante ella, y apretaba los puños, se remangaba la camisa y se ponía a combatirla. Creía en la unión de los trabajadores, en los sindicatos, en la justicia social. Admiraba a Clotario Blest, estudió, se capacitó, paso de obrero simple a calificado, de calificado a maestro, a empleado, a jefe de sección, sin jamás venderse a quienes el llamaba sus "patrones". Y ellos, lo respetaban, primero como hombre, luego como trabajador y finalmente, como presidente del sindicato.
Luchó contra la dictadura y su iniquidad, sus atropellos y su capitalismo inmoral. Formó sindicatos, cuando nadie se atrevía a hacerlo, cuando otros prefirieron la seguridad del exilio. Creía que el trabajador debía capacitarse, estudiar y ser un hombre culto. Él mismo, se dedicó a ello. Se hizo de una considerable biblioteca, leyó y leyó, nunca dejaba de leer los diarios ni escuchar las noticias.
Era encantador. Tenía un bigote de actor de cine. Hay que reconocer que era pretencioso, nunca aceptó sus canas. ¡A las mujeres les encantaba!, y en ese sentido, no era un santo. Se arreglaba por horas, se perfumaba y con que ternura, se repintaba las incipientes canas. Todos en la casa lo sabíamos, pero nos hacíamos los tontos.
Cuando mi abuela salía de vacaciones, yo me quedaba con él en su casa. Le cocinaba y el hacía el aseo. La pasábamos muy bien. Tomábamos once bajo el parrón, nos sentábamos a ver anochecer y a esperar las noticias de la televisión. Lo acompañaba a pagarse, primero para pasear con él, luego para ayudarlo a subir a las micros.
De un día para otro, se fue haciendo más pequeño, más flaco, más débil. Un día, en que fue a cobrar su pensión donde siempre había ido, se perdió y demoró horas en orientarse. Nunca más fue solo. Tenía dolores a toda hora y ya no podía dar sus interminables caminatas de antes. Sus ojos se fueron opacando. Yo lo veía y sabía que se nos acababa el tiempo de estar juntos.
Un día, con lágrimas en los ojos, me dijo que no podía leer más. ¡Ya no entendía lo que leía! Sus manos comenzaron a tiritar. Su pelo se hizo por fin gris.
Un día enfermó. "Es una indigestión", dijeron los médicos. Pero no mejoró más. Finalmente, hubo que llevarlo al hospital: tenía una neumonitis grave. Yo recién llevaba dos meses trabajando. Me avisaron de su muerte mientras volvía del trabajo.
Cosa rara, no lloré como siempre imaginé. Cuando llegué a su casa, me dirigí a su dormitorio y cumplí con mi promesa: él había dejado todo preparado para cuando le llegara la hora y yo me hice cargo de hacerlo cumplir. Escogí un ataúd, un cementerio, y debía ir a reconocerlo y retirar el cuerpo. Mi papá, en un gesto que agradeceré siempre, me libró de este último trago amargo: entró él a reconocerlo. Nunca vi a mi papá llorar tanto como ese día.
No entraré a detallar mis dolores. Sólo yo puedo saber cuánto lo quise y cuánto lo quisieron mis hermanos y mi mamá. Sólo puedo dar gracias por haber tenido en un abuelo. Por ser afortunado, y haberlo tenido 23 años conmigo. Por pasar mi infancia en esa casa que él levantó con sus propias manos, por haber sido mi amigo.
Después de muerto, no quise mirarlo. Sé que quizá debí acercarme a su féretro, pero no lo hice, porque desde un comienzo decidí recordarlo vivo y alegre, con sus manos pequeñas y fuertes, con su eterno peinado hacia atrás y sus ojos tristes y brillantes.
Algún día volveremos a vernos, él me estará esperando y nos abrazaremos y conversaremos todas las tardes bajo el parrón.
Hasta pronto, tata.