martes, 11 de diciembre de 2007

Nuestras pequeñas miserias diarias

Época de Navidad. Otra vez. Con todo el ajetreo, casi ni me acuerdo qué se celebra. Tengo la cabeza como "papa" de tantas preocupaciones. Me gustaría decir "Tengo estos huesos hechos a las penas/ y a las cavilaciones estas sienes:/ pena que vas, cavilación que vienes/ como el mar de la playa a las arenas. / Como el mar de la playa a las arenas,/ voy en este naufragio de vaivenes". Me gustaría tanto ser poeta a veces, quizá por eso imagino que tal vez algún lejano e improbable parentesco tengo con Miguel Hernández. Total, si Huidobro decía que era pariente del Cid... en fin.

Perdón, pero me estaba alejando de lo que quería decir. A lo que iba es que siento que no me da para más ni el alma ni el cuerpo, en resumidas cuentas, estoy abatido; me siento derrotado. Quisiera dormir una siesta planetaria, de siglos. Dormir pensando solamente en que nada tengo que hacer al levantarme. Una buena siesta de niño. Pero debo vivir la vida que me tocó y que elegí, aunque en este lugar y en este instante, no me guste mucho.

Hoy, intentando hacer milagros con lo que me quedaba de sueldo, salí a pagar cuentas. Aunque mi presupuesto no lo contemplaba, decidí darme un gusto y beber un café en uno de esas cafeterías de mall que son todas iguales. No había mucha gente a esa hora, seguramente por la canícula inclemente, pese al aire acondicionado, pero los clientes que había no podían ser más disímiles. A mi lado, una pareja joven y "bella"; frente a mí, una joven de gafas y con un aire de "yo soy Bety, la fea", que acompañaba a dos ancianas que parecía habían sido compañeras de curso del presidente Balmaceda, una con bastones y la otra en silla de ruedas.

Como andaba con ganas de "no quiero contacto humano", saqué un libro e intenté leer un rato para no mirar ni escuchar a nadie. Me fue imposible. A mi lado, la pareja joven y bella, conversaban con el volumen muy elevado. Reían, y él le contaba a ella acerca de un negocio que un tal Guatón Pérez había arruinado. El tipo tenía bronceado de solarium, lentes de sol Armani (perdónenme, no sé como se escribe) y un reloj que seguramente era un excelente conductor de la electricidad. Ella era "Topísima" Buen cuerpo, bonito rostro, ropa que le sentaba de maravillas. Jugueteaba con su sandalia mientras coqueteaba con su interlocutor.

Las veteranas del frente, casi no hablaban. La muchacha hablaba pero no obtenía muchas respuestas. Las tres tenáin sendos helados, pero la joven debía dárselo a la de la silla de ruedas, que recibía la cuchara con avidez, pero que hacía un gesto como de asco al tragar. La otra señora, al parecer mucho más sana y lúcida, le daba ánimo a la otra. La muchacha les preguntaba a cada rato si tenían frío o si se sentían bien. La más joven contestaba. La otra, solo decía que ya quería irse, y acto seguido, lloraba con una pena que contagiaba a los demás. Nunca lo sabré, pero me parecía que lloraba de impotencia, de una impotencia que solo ella podía sentir, porque no podía ni llevarse una cuchara a la boca por sí misma.

La pareja de mi lado pidió la cuenta. 9.800 pesos. Él, solícito, sacó una enorme billetera negra de cuero, que dejaba ver todas sus tarjetas de crédito (unas diez, creo), todas Visa, Mastercard y American Express, sacó un billete de diez mil y pagó, sin dejar de sonreir con una sonrisa parecida a la del gato de Alicia en el País de las Maravillas, versión Disney.

Al frente, la joven, que decidí bautizar como Bety, abrazaba con ternura a la viejecilla en silla de ruedas, la consolaba como una madre a un hijo, le limpiaba con un pañuelo los ojos y le decía que ya se iban, que había que esperar a Martín, que debía estar por llegar. Realmente me conmovía ver como esa joven podía ser tan tierna y no perder la alegría al estar en contacto con tanta "miseria", pensaba yo, al estar con seres humanos a los que su cuerpo parecía abandonar sin liberar al alma primero.

La pareja joven recibió su vuelto. 200 pesos. Aunque las matemáticas no son mi fuerte, creo que el 10% de 9.800, son 980 pesos. Esa, me parecía, era la propina que gente tan exitosa debía dejar, como lo que correspondía en justicia. Pero no, él dejo solo los 200 del vuelto, y cuando se pusieron de pie, ella sacó cien más de la bandejita, arguyendo: "se demoró mucho con la cuenta", mientras se reía como si hubiese sido el mejor chiste del mundo.

Llegó Martín, finalmente, a la mesa del frente. Si hubiese estado con el uniforme de las SS alemanas no habría parecido tan nazi. Era alto, rubio y con un corte marcial en el cabello. Como para completar mejor el cuadro, llevaba en la mano un libro que en su portada tenía la foto de un militar y el título era algo como "La lucha heroica de Miguel Krasnoff", ¡Dios mío! Con un vozarrón déspota, igual que dando una orden, dijo sin mirar a nadie: "¡Vamos!" La viejita de la silla estiró los brazos hacia él, pero él ni se dignó a mirarla. La joven, que se veía asustada, tomó la silla y salió rápidamente detrás del hombre, pero antes me dio una mirada como pidiéndome perdón por tener un patrón como ése. En el apuro, no hubo propina tampoco.

A mí, me salió 1.000 el café y pagué con mi último billete de 5.000. Busqué alguna moneda en mis bolsillos para la propina, pero descubrí que solo andaba con veinte pesos. Mi vuelto eran cuatro billetes de mil como recién hechos. Me dolió, pero adivinen cuánto deje de propina.