martes, 10 de marzo de 2009




Cañón

Cañón es como parte del paisaje. Cañón es parte del ruido ambiente. Cañón, el callejero, quizá el abandonado. Cañón, el que avisa desde lejos la llegada de alguien. Cañón es de todos y de nadie. Cañón es un perro comunitario.

No recuerdo bien cuándo fue que llegó a habitar nuestra calle y su pequeña plaza. Sé que desde hacía mucho lo veía por ahí, vagando sin rumbo definido, muchas veces detrás de un peatón desprevenido, de un niño y sus golosinas o ladrando guturalmente. Nunca lo vi cachorro, siempre fue como ahora: gigante. Negro y de pechera café, con unas largas orejas caídas, me recordaba al perro sabueso de un cuento infantil que solía leer cuando recién había aprendido a hacerlo.

Por sus enormes orejas, mi familia y yo lo bautizamos como "Churrejón" una tarde cuando mi madre volvió de la verdulería seguido del singular e inmenso can. Mi madre nunca ha sido muy "amiga" de las mascotas, a pesar de que en casa tenemos dos perros pequeños, pero por algún motivo extraño, sentía una simpatía extraña por aquel perro orejudo. Y así se fue quedando en nuestra calle, habitándola de a poco, llenando sus espacios con sus carreras parsimoniosas y sus ladridos profundos. Aceptando de buena gana la comida que, primero nosotros, y luego varios vecinos comenzaron a prodigarle.

Así, de poco, nos fuimos enterando de pequeños datos biográficos. Su nombre real era Cañón -sepa Dios por qué- y venía de la población vecina a la nuestra. Él había cruzado la frontera que los humanos evitan. Cañón venía de las casas más pobres del barrio, donde nosotros, la "gente de bien" tratamos de no ir. Ni mirar. Ni hablar con nuestros vecinos de una calle. Él vino de donde nuestros prejuicios nos alejan, de donde nuestras palabras nos separan (increíblemente, nosotros vivimos en una "Villa" no en una "población", lo que en Chile hace una GRAN diferencia), resguardando la dignidad de quienes ganan unos pesos más al mes o tuvieron la suerte de estudiar algo más que lo básico. Cañón es un espalda mojada, un sudaca. Cruzó desde México hacía nosotros, que nos creemos Estados Unidos. Atravesó la calle que nos separa, que en este caso es como el Río Grande.

Y pese a ser un inmigrante, Cañón juega con los niños y nos alegra la tarde cuando volvemos del trabajo y nos mueve la cola. Cuando se sienta elegantemente en las escalinatas esperando una palmada en el lomo o una caricia en la cabeza. Es verdad que no todos los quieren, siempre hay viejas que detestan todo lo que para ellas no está a la altura de su metro cuadrado, y reclaman inventando enfermedades mortales o influencias nocivas sobre los finos perros de sus casas, y no dudarían en llamar a la perrera si no fuera porque tampoco quieren echarse a los demás vecinos encima. Pero Cañón no se inmuta. Él sigue feliz ladrándole a las motos o corriendo tras las pelotas de fútbol.

Quién sabe si Cañón realmente vino buscando una vida mejor, con más cariño o más comida. A mí poco me importa eso, pues siento gran cariño por él y no me importa salirme de vez en cuando de mi exiguo presupuesto para comprarle una galletas. Tampoco sé si será capaz de entender lo que le cuento mientras le doy una a una las galletas y si él sentirá cariño por mí (yo creo que sí), pero sí sé una cosa: a él no le importa de dónde soy yo. Es es una importante lección de dignidad.

Vale.