miércoles, 20 de septiembre de 2006

La "Maldita" primavera.

Como todos los años ha llegado la primavera. Ya sé que en este momento, desocupado lector, está pensando en que lo que acabo de señalar es una obviedad, pero permítame esa licencia.
Durante años -tal vez por 20 años-, me dediqué a maldecir la estación de la flores. Desde el momento en que una brisna de viento llegaba a mi rostro trayendo el perfume de las flores en ciernes, mi ánimo, si es que aún era posible, empezaba a disminuir. Y es que me quedaba tan bien el frío y la lluvia. La hojas secas, la tierra húmeda, los vidrios empañados, los abrigos largos y los paraguas. Pero no, por más que lo deseara, la vida a la que tanto temía avanzaba avasalladora ante mí, sobre mí.
Escucahaba a la gente decirse, amorosamente, "¿Escuchaste a los pajarillos cantar hoy en la mañana?" "¿Oíste al zorzal trinar?". Y claro que lo había oído, cochinos pajarracos, despertándome a las cuatro de la mañana con su estridente gritar y gritar. Y qué decir de las policromáticas flores: ¡que bellos colores, qué hermosas texturas, qué maravillosos perfumes, QUÉ INCRÍBLES PARTÍCULAS DE POLEN!... y así, tener que sonarse constantemente, tomar clorfenamina, tener que respirar las pelucitas que soltaban los plátanos orientales que algún paisajista, de cuya madre siempre me acuerdo, tuvo la genial ideas de plantar por casi todo Santiago.
Se nos va septiembre, nos viene octubre. A diario ver noticias de suicidas, soportar crepúsculos de película, mirar un cielo celeste, surcado por algodonadas nubes y volantines cortados, a su vez, estos últimos, perseguidos por mocosos dispuestos a dar su vida por un trozo de papel con dos palos de coligüe.
Para que hablar de lo desagradable que resultaba no poder pasear tranquilo por plazas y parques. Intentar caminar por el césped y tropezar con cientos, con miles de parejas jurándose amor eterno, besándose con pasión, haciéndose arrumacos. ¡Me cortaban la digestión! Desde lejos los miraba con saña. "por que no se van a estudiar mejor" pensaba mientras fruncía aún más el ceño y ponía mi cara más torva. Por dentro, desde mi centro, desde el corazón mismo manaba como de una fuente, la bilis que me corroía hasta la médula.
Pero, sin lugar a dudas, lo que más me enfermaba, era la secreta certeza de que nada era cierto. Saber, muy dentro de mí, que no odiaba la primavera, que me gustaban los días soleados, que habría querido llevarme todas las flores conmigo. La verdad, tan cierta como que hay Dios, de que era una envidia casi piadosa la que me impulsaba a insultar a los amantes primaverales y sus caminares de la mano. Me gustaba el invierno, porque en mi amargura, en mi eterno vestir de gris, pasaba desapercibido, la gente no me veía, no necesitaba explicar mi soledad. Creía, realmente, que mis largos abrigos ocultaban mi existencia; como si el paraguas ocultara la vergüenza de querer amar y no encontrar a quién ni cómo.
Hoy, aún tengo que tomar antihistamínicos, pero la primavera se ha reconciliado conmigo. Perdón, yo me reconcilié con ella. Me cuesta reconocerlo, pero sí me gusta la primavera, tanto como tener a ese alguien con quien compartirla. A ese alguien con quien caminar de la mano por los parques, a pesar de tener que estar sonándome a cada rato. Tener, por fin, a quien regalar mis flores que crecieron al aparo de la sombra por tanto tiempo.
Y llegará la primavera todos los años, porque como dijo Neruda: "podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera".