jueves, 30 de agosto de 2007

En el Metro

"Me metí en un vagón del metro y no he podido salir de aquí.."

La verdad, la primera vez que escuché la canción El metro de Café Tacuba, me pareció una buena canción con una divertida hipérbole. ¿Cómo es eso de "He querido salir, pero siempre hay alguien que empuja para adentro"? No, no. Yo y la mayoría de los santiaguinos no conocíamos eso de andar en metro como en ciudad de México. Acá el metro siempre fue un medio de transporte cómodo y seguro, y hasta cierto punto elitista. Sí, ha escuchado bien, desocupado lector, elitista, porque para andar en metro había que poseer cierta cultura y ciertos conocimientos que muchos no poseían (la verdad, aún no la poseen). En el metro, no te levaban por 100, ni se subían vendedores ambulantes. La gente daba el asiento, había que pasar por torniquetes y saber orientarse en donde no hay señales orientadoras, es decir, la única manera de orientarse era interpretando instrucciones, capacidad bastante reducida en la mayoría de los chilenos.

En el metro, no sentía miedo de sacar mi reproductor de música e incluso mi Palm. La mayor parte del tiempo se podía viajar sentado y, salvo en los veranos a eso de la 15 horas, no era desagradable el ambiente. Pero todo eso cambió. Quizá para siempre. Viajar en metro se convirtió en una odisea. Más encima, el paro de ayer se transformó en el peor viaje en metro de mi vida. Vean por qué:

1. Hora y media para poder abordar un tren. Nos dejaron salir más temprano, y a las tres ya iba rumbo a la estación. Vaya uno saber por qué, se me ocurrió llamar a la casa y preguntar "¿hay pan?" Pasé a comprar. Todo bien. Acompaño a una colega hasta la estación Lo Vial (craso error), y descubro con horror, que la estación estaba cerrada: "Aviso de bomba". 15 minutos después la reabren. Mientras, y para aguantar el calor y mi resfrío crónico- me bebo un jugo de un sorbo.

2. Boletería llena. Trato de botar la botella del jugo. No encuentro ni un solo basurero en la estación(?). Paso mi Bip! por el torniquete, luz verde, ¡paj! el maldito molinillo no mueve, golpe en el bajo vientre y sin tiempo para sobarse: diez personas detrás de mí con ganas de pasar. El guardia, con cara de hastío trata de hacer girar el maldito aparato. Cinco minutos después paso por "el lado".

3. A esas alturas, mi hombro ya estaba adolorido por el peso del bolso -lleno de pruebas por corregir y el notebook-, y sujetando con una mano el pan y con la otra una botella vacía. Andén dos veces más lleno que la boletería. Primer tren: no cabía un alma. Cuando me paro frente a la puerta del carro que ilusamente quise abordar, siento el "compuesto" aire que sale del interior del carro. Algo así como vapor, pero formado del sudor y los gases de desechos de los pasajeros. espero, mejor, otro.

4. 15 minutos después, sigo esperando. ¿Qué hago con la botella? En el bolso no me cabe nada. Mi hombro ya estaba inflamado.

5. 20 minutos después sigo en el andén. Al igual que el típico quiltro que entra a la cancha en lo mejor del partido, aparece el típico "flayte" para mejorar aún más las cosas. Como él tampoco puede subir, amablemente y con un florido lenguaje que ya se lo hubiese querido Cervantes, comienza a vilipendiar a los pasajeros porque no se encogen y lo dejan subir. El guardia chaqueta amarilla, lo mira desde un más que prudentísima distancia, mientras silba.

6. A punta de codazos, don flayte a conseguido subir a un vagón. ¿y si hago lo mismo? A quién quiero engañar, no podría hacer eso. Como no puedo simplemente dejar la desgraciada botella en el suelo del andén. Mi profunda educación cívica me lo impide, como mi moral y los mil pesos que me costó, me impiden botar ese pan que se me ocurrió comprar.

7. Se abren las puertas de un carro. Estoy dispuesto a subir cueste lo que costare (sí, así se dice). Pero, cae de espaldas desde el interior una joven desmayada. Las piernas quedan adentro y el tronco fuera. Unos piden que la muevan, otros que mejor no, no vaya a tener alguna lección cervical. El guardia aparece cinco minutos después con la camilla, pero no sabe si moverla. Diez minutos después, se reanudan los viajes, pero yo sigo ahí.

8. Por fin me subo a un tren. como puedo me afirmo del techo. Sin querer, le pongo un bolsazo en las costillas un pasajero. Apenas si puedo decir "perdón". Me mira con cara de pocos amigos. A esas alturas el condenado jugo ha hecho efecto. La palabra "micción" aparece con frecuencia en mi cabeza.

9. Estación La Cisterna, combinación con línea 4A. El jugo no solo me tiene la vejiga hinchada, sino que también mis intestinos. Siento moverse algo dentro de mí, y no es un alien. Como si fuera poco, he comenzado a moquear, señal inequívoca de alergia. En el andén, hay múltiples peleas entre pasajeros.

10. Ya abordo, quiero estornudar, pero no me atrevo por miedo a que algo más que un ¡achú! salga de mí. Como va tan lleno, ni pensar en poder sacar un pañuelo de mi bolsillo para sonarme. Tengo la mano morada por el peso del pan y todavía con la dichosa botella.

11. Vicuña Mackenna. Me siento horrible, pero queda ya poco. Como sea, tomo el primer metro que viene. En la estación ningún basurero. Los han quitado, para que a nadie se le vaya a ocurrir poner una bomba dentro.

12. En el tren, quedo de espaldas a la puerta. A mi costado una ancianita que a mí y a varios otros nos pide en no muy buenos términos que nos hagamos más "flexibles", porque ella va muy incómodo. Pienso, "cómo le hago para ser más flexible". Frente a mí, a menos de diez milímetros, se sube una muchacha con un prominente escote. Mi dolor de guata aumente mientras intento con todas mis fuerzas mirar el techo.

13. Hospital Sótero del Río. Necesito un baño. Como no hay micros de acercamiento, debo caminar. No se ve un cochino taxi por ningún lado. Siempre pasa lo mismo cuando más se les necesita.

14. A las 18:35 horas llego a mi casa. Con una tortilla en lugar de pan, pues con el calor y el despachurramiento se fusionó cual Gokú con Vegeta y una botella de Néctar Watts boca ancha. Me saluda mi padre y me pregunta ¿Por qué esa cara?. Lo miro con saña mientras camino hacia el baño, giro el pomo, pero desde dentro me grita: ocupado. ¡Ley de Murphy!