jueves, 31 de diciembre de 2020

Años

 



Por mucho tiempo, la fiesta de Año Nuevo significaba para mí la casa de mis abuelos abarrotada de gente, la visita de parientes y vecinos, tardes calurosas y apresuradas de preparativos, y una noche donde la gente parecía ser víctima de un embrujo de alegría: baile, champaña y comida. Abrazos, por supuesto a la medianoche, después de la cuenta atrás por la radio, a las doce la canción nacional y, luego, el pertinente pie de cueca.

Los años se sucedían uno tras otros sin grandes cambios para mí. Mis hermanos crecían, los abuelos y padres envejecían, los parientes y vecinos iban y venían. Chile parecía crecer con una parsimoniosa progresión, mientras iba dejando un reguero de gente en el camino. La primera gran diferencia para mí se dio en la adolescencia, la que en mi caso, vino acompañada de un brote severo de misantropía. Los Años Nuevos (como las demás festividades anuales) se volvieron una obligación desagradable de cumplir. Mis tías y sus temas de conversación farandulera, los vecinos molestos y sus preguntas por pololas que nunca tuve, mis abuelos que no compartían mis gustos adolescentes: escuchar música y jugar Super Nintendo; y mis padres, que me obligaban a participar de la fiesta "y con la cara llena de risa". Por varios años me duró la tontería, pero la vida, que casi siempre se encarga de ponernos en nuestro sitio, me enseñó de su forma favorita: quitándome cosas. Primero mi abuelo. La fiesta empezó a palidecer. Los vecinos habían envejecido y fueron desapareciendo de a poco. Luego, las tías. Cada vez éramos menos en el patio de la casa de los abuelos. Cada vez menos música, menos baile, menos abrazos.

Entonces, tuve mi tregua personal. Tarde, pero la tuve. Por fin mis manos dejaron de transpirar, pues la mano de un mujer me curó de eso y de muchas otras cosas que padecí hasta ese entonces. Y las fiestas y el Año Nuevo relucieron nuevamente para mí, porque ya había alguien a quien besar y abrazar primero. Pero la vida. Yo. 

Ella también se fue. Las cosas nuevamente deslucieron, el Año Nuevo se cubrió de una patina cada vez más opaca. Las hojas del calendario se llevaron a mi abuela y mi tío. Ya nunca más vimos a otros familiares. La casa de tantos años también cambió de dueño junto a miles de recuerdos. Y nos fuimos quedando solo. Me fui quedando cada vez más solo. 

Este año se va, y qué bueno. Quizá que cosas nos depare el futuro. Llegué a un punto en que no veo más allá del día de mañana. Todo se mueve a una velocidad agobiante y yo soy la ramita que flota en la corriente. El reloj me dice que faltan dos horas para el cambio de año. Haré lo posible por estar alegre, después de todo, mañana será primero de enero.