viernes, 6 de noviembre de 2009

Presencia de Dios



Desde hace un tiempo, como puede haber notado quien leyese este blog, mi fe había estado experimentando diversos tipos de problemas, originados también en los diversos problemas que día a día había estado teniendo en la vida personal y laboral. Con todo, vine a dar con una depresión pos estrés bastante molesta que no me dejaba ver el sol y que me tenía lleno de achaques y dolores, principalmente del alma, que sin duda, son los peores.
Para intentar sanar, debía alejar la causa de mis problemas, que en ese momento, pensé ilúsamente, se debían mayormente a mi trabajo. Trabajo que ya no disfrutaba, en el cual era tratado por muchas personas injustamente y que, además, había perdido completamente el sentido para mí.
Pues bien, después de varias horas de psicólogo y conversaciones espirituales con curas, con amigos y amigas, con la familia, con mi polola, con gente que no conocía y me encontré por ahí, empecé lentamente a sentirme un poco mejor y a desear hacer nuevas cosas, cambiar de alguna manera, volver a creer.
Un viaje. Sí, un viaje. Salir aunque fuese por unas pocas horas de lo cotidiano, conocer nuevos lugares, respirar otros aires. Y, como además debo buscar con urgencia un nuevo trabajo, junté las dos cosas y salí de Santiago abordo de un tren rumbo al sur: Concepción era mi destino.
Qué hermosa ciudad es Concepción. Y qué maravilloso fue recorrer en tren los pueblos vecinos a la ribera del Biobío. Pero no es de aquello de lo que quiero hablar en esta ocasión, sino de lo que bien resume el título de esta entrada: de la presencia casi siempre desapercibida de Dios en nuestras vidas.
Si no es Dios, ¿Cómo puedo entonces explicarme cosas como las que me ocurrieron? ¿Solo gracias a la coincidencia? ¿Al azar?
San Rosendo. Por este pequeño pueblo debían pasar los trenes a y desde el sur y los que tuvieran como destino Concepción. Hace unas décadas, un importante centro de tranporte; hoy, casi solo ruinas. Pues bien, esas ruinas me interesaban y fui a visitarlas.
Allí, entre humedad y vegetación, los rieles se oxidan, los viejos coches, automotores y locomotoras enmohecen y la casa de máquinas augura una estrepitosa caída sobre sus pilares derruidos. Varios megabytes de fotos me dediqué a sacar entre esos parajes que el hombre quiso dominar y que la naturaleza está cobrando otra vez para sí. Y no había nadie más allí. El pueblo, sobre el cerro, permanecía mudo. No había otros nostálgicos sacando fotos. Solo el río imperturbable, el cielo y viento. Y muchos caminos, muchas direcciones que tomar... y sin embargo, opté por una, por un costado de la ruinosa casa de máquinas y lo que debió ser la vivienda de quienes habitaron allí. Una vivienda que debió ser hermosa. Y de pronto, un gemido, dos. No son humanos. Ladran. Perros. Perros que gimen  y lloran. Y sigo adelante y los busco.
En lo que debió ser el subterráneo de la vivienda, dos cachorros gimen desesperados. Son solo piel y hueso. Cuánto tiempo habrán estado ahí, sin comida, sin agua, sin calor. Qué perversa alma pudo abandonarlos así, dejando a la cruel hambre actuar sobre ellos. Hay que sacarlos, salvarlos. Pero yo no estoy solo. Podía haberlo estado, pero no lo estoy. Ella está conmigo. A pesar de que no era la idea original, ella ha venido conmigo. Y entre ambos, formamos una cadena. Y ella baja, toma los cachorros, los sube. Yo la subo a ella. Yo no iba a traer comida, pensaba comprarla. Pero ella si trajo, la preparó y ahora se la damos a los perritos. Comen deseperados, ávidos. Lo que comen es la vida que alguien quiso quitarles. Nos alejamos de allí.
Mi ánimo se ha estragado. Siento que regresa la rabia, la pena. ¿Qué ser humano puede actuar de tal forma? ¿Con tanta crueldad ante la vida? Pero algo ha cambiado, pues ya no pienso tanto en eso como en el hecho de que yo, ella, ella y yo estamos ahí, y pudimos no haber estado. Y ahora esos perritos tienen una oportunidad de vivir, de crecer. Y yo, cesante, enfermo, amargado crónico, no debería haber estado ahí, en San Rosendo, un miércoles 28 de octubre. Pero estaba, sin más razón que la fantasía de buscar un trabajo que nadie ofrecía y las ganas de tomar fotos al pasado.
Y parado entre dos rieles, viendo comer a esos cachorros, recordé que tantas veces habían pasado cosas así. La examen para el que no pude estudiar y se canceló; la micro que se me pasó y la viejita perdida en la capital que tuve que ir a dejar a su casa; la pareja de mapuches que no encontraban a su hermano y que fueron a dar al almacén de mi mamá... y tantas cosas más, tantas que no pueden ser solo la coincidencia.
Hace unos meses le dije a una amiga que necesitaba creer que las cosas pasaban por algo. Mi vida carecía de sentido si todo lo que ocurría no tenía una razón de ser, aunque fuese incomprensible para nosotros. Quizá nuevamente estoy pecando de ingenuo, o de loco, o simplemente me estoy sugestionando. Pero quiero creer que Dios se manifiesta en esas cosas tan "absurdas" como dos perritos que ahora estarían muertos si un profesor santiaguino no hubiese dejado de creer en Dios y en su trabajo, mandara todo a la mierda, renunciara, se sintiera pésimo, quisiera encontrarse a sí mismo, tomara un tren sin objetivo aparente, se fuera a sacar fotos a San Rosendo y encontrara a dos perritos que podrían estar muertos. Sí, podrían haberlo estado, pero no lo están.
Por esta vez, me permitiré creer.