viernes, 25 de septiembre de 2009

Malos sueños



Como sueño era curioso, porque estaba lleno de olores y yo nunca sueño con olores... No, esperen, creo que eso ya lo ha escrito alguien antes. Bueno, de todas formas era curioso, extraño. Mis sueños hace un tiempo han estado así, por decir lo menos. Hoy me cuesta dormir y antes me quedaba dormido en los momentos más inoportunos.
Pero no quiero desviarme. Este último sueño me ha dejado de sobre manera excitado, nervioso, angustiado. Siento que necesito cojurarlo de alguna manera y la única que se me ocurre es contándolo.

Era ya de noche. No recuerdo cómo llegué a un almacén. Había luz dentro, pero parecía como de vela o de una ampolleta de pocos vatios. Las paredes del lugar eran de un color verdusco mugriento. Todo el ámbito estaba plagado de un olor dulzón, similar al de las heridas infectadas. Sabía que allí debía haber estado mi familia, algunos amigos, alguien conocido y querido, pero sin embargo el lugar estaba vacío. Busqué por todos lados, llamé en voz alta, pero no contestó nadie. Mi ansiedad iba en aumento. Afuera, a través de las pequeñas ventanas, solo se veía un profundo negro del la noche sin estrellas, sin luna, sin nada. Volví a repasar con la vista el sitio, buscando algún vestigio de mis seres queridos, pero nada. Como siempre en estas situaciones, intenté tranquilizarme, racionalizar. La única conclusión: se trataba de un sueño. Solo debía despertar, varias veces lo había hecho antes. Bastaba con desearlo y ¡plaf!, los ojos abiertos y la tranquila soledad de mi dormitorio.
Sin embargo, esta vez no pude. Era como si unas cadenas, un peso enorme, unas manos gigantescas me impideran mover mi cuerpo, abrir los ojos. Sé que estuve a punto de lograrlo, porque alcancé a escuchar los ruidos de quienes estaban despiertos cerca; música a lo lejos, el ladrido de un perro, risas... mas mis ojos seguían cerrados y yo retornaba a la penumbra del almacén, rodeado de cajas ocres, frutas descompuestas, el repugnante olor de la peste...
Me desesperé. Sabía que estaba dormido y no podía despertar. Volvía a cerrar los ojos en el sueño, anhelando abrirlos y estar despierto. Otra vez casi lo logro, la música... la risa... el almacén. Allí seguía parado, ya presa del pánico. Y aun lo peor estaba por venir.
Algo estaba detrás mío. Lo sabía. Me observaba. Empecé a temblar. No quería darme vuelta y, no obstante, una fascinación se apoderó de mí. Comencé a girarme lentamente y allí estaba. No me pidan descripciones porque no puedo darlas. Mi cerebro no era capaz de armar, ordernar racionalmente lo que estaba viendo. No podía describirlo, pero sabía lo que era: el diablo.
No intenté escapar. Sabía que era inútil. Solo inentaba deseperadamente abrir lo ojos, o cerrarlos o gritar. Nada. Las lágrimas me corrían por la cara profusamente. Y empezó a reir, a reir, muy despacio. Casi no se podía oir su risa, pero reía, se reía de mí, de mi deseperanza, de mi soledad, de mi ausensia de Dios...
¿Por qué busqué tanto y no pensé en Dios?
El mismo que estuvo junto a mí tantas y tantas veces antes, a quién sentía tan cerca, tan a mi lado hace algún tiempo.
La voz de mi madre me despertó. "Levántate" me dijo. Lo agradecí en silencio.

Ahora, tengo miedo de dormir. Pero lo raro, es que no tengo miedo de volver a esa horrible pesadilla, sino de encontrarme en mi sueño con Dios. Es absurdo, pero me siento como el hijo que debe conversar algo muy serio con un padre severo. Me da miedo rezar, porque no sé que decirle a Dios. ¿Pedirle ayuda? Creo que no la merezco... ¿Pedirle perdón? ¿Pedirle consejo? Pedir y pedir... siempre pedir. Qusiera pedirle que me escuche, pero más importante, que yo pueda escucharlo... sentirlo como antes (aunque hasta de eso dudo ahora). Qusiera que fuera de carne y hueso por unos minutos otra vez y se sentara a mi lado, me tocara el hombro, me diera un abrazo.


sábado, 19 de septiembre de 2009

Frío



Paso las noches en vela
sintiendo el frío.
En mis manos,
en mis rodillas,
en mis pies,
el corazón.

Y siento que la alegría del mudo se contrae
y escapa.
Se funde en nada.
Y yo estoy a la mitad de nada.

Sintiendo el frío
paso la noches en vela.
Viene de mí
de mis entrañas,
de mi cabeza y mi pecho,
y no hay manta, calor ni abrazo que lo aplaque.

El sol es solo otra lámpara mortecina,
colgada del techo gris y húmedo.

El frío me congela,
me vuelve pétreo
y siento que ya nada puede entra en mí.

Dios no es más que un recuerdo,
un eco,
una vibración,
una campana lejana
que ya no me convoca.

Sé que estás ahí,
que existes,
que no te importo.
Por eso me duele haber crecido creyendo en tu Amor.

Ahora estoy compeltamente solo
y no hay ser humano en el mundo capaz de entender mi dolor,
mi frío.
Solo me declaran sus buenas intenciones.
Gracias,
pero no es necesario:
cuando el frío viene de adentro,
no hay estufa,
abrazo,
manta,
sol
ni Dios
que lo aplaque.

domingo, 13 de septiembre de 2009

La respuesta...

 
Ay, María Paz… tanto quisiera decirte y no hallo las palabras…
Con razón me acusas de cobarde, ¿Cómo voy a enojarme contigo por eso?
Pero estoy enfermo, María Paz, de la peor de las enfermedades: la del alma. Y necesito sanar, porque yo ya no era yo, María Paz. Era, soy aún, alguien que ya no amaba, que no sentía hincharse el corazón con lo que hacía. Estoy lleno de amargura, de pena y tengo la impresión de que mi corazón es algo parecido a un pez negro, que apenas aletea en mi pecho.
Es verdad que escapé, como han escapado tantos otros, desde Héctor perseguido por Aquiles hasta el pobre tipo que un buen día decidió saltar por la ventana del décimo piso. Escapé porque no podía escapar de mí, pero sí del dolor, del cansancio, del hastío. Al menos eso creo… quizá es una inocencia pensar que se puede escapar de esas cosas…
Tienes mucha razón, querida María Paz. Solo en algo te equivocas: no me rendí tan pronto. Dios es testigo de que lo intenté, de que luché por sobreponerme, por levantarme. Pero no pude, María Paz, no pude.
¿Haz sentido, cuando te acuestas, que una enorme piedra te oprime el pecho? ¿Qué un nudo se estrecha cada día, cada hora, cada segundo, más y más alrededor de tu cuello?
Era la angustia, María Paz, la angustia. Y lloraba a todas horas, y deseaba que un tren me pasara por encima con tal de no llegar al colegio, con tal de no escuchar las palabras hipócritas, con tal de no ver las caras falsas, de no sentir sobre mí las miradas de odio, de desdén, de quienes me creían su enemigo solo por no pensar como ellos, por no bailar a su ritmo, por no llevarles el amén.
¿Cuál fue mi pecado María Paz? ¿Podrías tú decírmelo?
Porque para muchos, mi pecado fue querer más de la cuenta. Confiar en las personas. Tener fe en las personas.
Creer que podíamos ser mejores, María Paz.
Creer que había algo más allá de las buenas notas, de las planificaciones, de los planes y programas, del SIMCE, de la PSU…  creer que más allá de todo eso estaban las personas, la solidaridad, la justicia, el amor.
Mi pecado fue ese, María Paz: construir castillos en el aire…
¿Qué más puedo yo decirte María Paz?
Qué bello nombre es tu nombre, María Paz.
Podría decirte que tu mala nota (la única, me parece) fue porque tu edición de los cuentos de Manuel Rojas no era Zigzag, sino Nascimento, si no me equivoco. Y que te enojaste porque yo había dicho “mala suerte” ante tus reclamos. ¿Nunca te pedí perdón por eso? Pues los siento, María Paz, lo siento mucho. Te pido perdón por eso y por todo lo demás. Por irme, por no haber sido más fuerte, pero ya ves que tengo vocación de esponja y no de piedra.
Una última cosa, María Paz. Y créeme, porque si he de decir la verdad alguna vez en la vida será esta vez: mi cariño, mi amor, mi admiración por ti, por el Bastián, por tus compañeros, por tantos y tantos alumnos de tu curso y de otros, es verdadero. Y lo llevo conmigo para siempre, porque como tú dijiste, por más que me esconda no desaparecerá.
Es verdad que ya no volveré. Pero no será el adiós. Más temprano que tarde, con la ayuda del Buen Dios sanaré, y entonces volveremos a vernos, a conversar y tú me contarás tu vida, tus alegría y tus penas, tus logros y tus fracasos, y nos reiremos como antes.
Por favor, perdóname María Paz. Dale un abrazo de mi parte al negro y dile que no se fugue más de la sala con la Dani. También saluda a la María Luz y dile que hubiese querido mucho conocerla más, como a ti. También al Walter y, por supuesto, al Felipe. ¡Qué buen niño es el Felipe!
Sígueme escribiendo, aunque solo sea para demostrarme tu enojo que merezco.
Tú y muchos de los chiquillos del Santo Cura ya no son mis alumnos, eso es verdad. Pero es más verdad que no son mis alumnos porque son algo más que alumnos: son mis amigos.

sábado, 12 de septiembre de 2009

Mi dolor no es menos...


Me ha costado un tanto acostumbrarme a mi nueva vida de desempleado... bueno, eso y el hecho de estar medio "tocado" de la cabeza y del espíritu. Supongo que sentirse extraño es algo normal después de experimentar cambios tan bruscos como súbitos en la vida. Hace dos semanas, era un profesor con siete años de antigüedad y hoy... hoy ya no sé lo que soy. O tal vez sí: soy un desempleado, un cesante ilustrado. Al menos, lo elegí yo, y no fue tan difícil ante la disyuntiva: o salto del tercer piso del colegio o lo que es peor, tiro a alguien del tercer piso del colegio. Y aquí estoy, con mis años a cuestas, mi dolor de espalda que me parece ya parte del paisaje, mis bruscos cambios de humor, mi apatía criminal, mi pena profunda. 
¿Cuántos años hacía que me levantaba antes de las seis de la mañana? Ya no recuerdo, me parece que siempre. Como me parece que siempre hubiese estado dentro de una sala de clases, ora como estudiante, ora como profesor. ¿Cómo no va a ser raro entonces, levantarse y descubrir que se tiene todo el tiempo del mundo por delante... ? Hoy me sobra el tiempo, pero me faltan las ganas, los objetivos. 
Ahora mido el tiempo no en horas pedagógicas, recreos y campanadas, sino por intervalo entre cápsulas y pastillas, visitas al médico y a las farmacias.
Ahora, mi teléfono suena y suena, pero no contesto.
Ahora recibo mensajes y correos, pero no contesto.
Ahora cierro las ventanas, las cortinas y me escondo.
No quiero ver a nadie... al menos por ahora. Necesito paz por un tiempo, necesito pensar (volver) a pensar con claridad, volver a encontrar el amor por las cosas que amaba y ahora miro con desdén, con abulia. Necesito, quiero, volver a gozar con un libro, con la escritura, con la conversación. Me urge disfrutar los viajes en micro o en tren, imaginar, soñar, reir... reir de verdad, sin esa mueca que se me instaló en la cara hace tiempo, sin darme cuenta cuándo, cómo ni dónde.
Y, sin embargo, no se puede dejar atrás lo vivido. No se puede olvidar el tiempo vivido, no de puede simplemente olvidar el amor, el cariño. Porque sé que el costo de intentar sanar mi ajada alma no fue solo renunciar a un trabajo que hace tiempo me hacía infeliz, sino también renunciar a las personas y a las cosas que quería, que quiero.
¿Por qué? es la pregunta habitual de los mensajes que recibo. ¿Por qué...? Hay tantos  porqués ahora... quisiera decirles a todos mis amigos, mis compañeros que dejé allá, tan lejos me parece ahora, en el colegio, decirles, robándome las palabras de Milanés: "que mi dolor no es menos y lo peor es que ya no puedo sentir..." Sé que el tema de esa bella canción no viene al caso, pero al escucharla, me parece que sí podría equipararla a mi situación. "Por mi parte esperaba que un día el tiempo se hiciera cargo del fin". Así fue, el tiempo llegó al fin.
Y, qué tontería, me pregunto cosas como, ¿qué será de mi tarjeta del reloj control? ¿De mi tazón para el café? ¿De mi estante? ¿De los libros que abandoné? ¿De mi silla y mi chaleco? ¿De la corchetera, los lápices, las fotos, mi timbre?
¿Qué será, Señor, de mí?

sábado, 5 de septiembre de 2009

Un simple papel...



Con un simple papel y un par de firmas, se fueron siete años de mi vida.
Con un simple papel en triplicado
Con un simple timbre
Con un simple "firmó ante mí"
Con la mirada adusta de un notario
Con las paredes limpias, frías, perfectas, muertas
de un céntrico edificio.

Con un simple apretón de manos,
con un "Que Dios lo inspire o que Dios lo ampare".
Con una simple llovizna de cuatro de septiembre
y un vendrán "tiempos mejores".
¿Y lo vivido quién me lo devuelve?
¿Y el cariño quién me lo descuaja?
Y estos años...
¿Para qué estos años?

Y ahora en mi nuca siento el desprecio,
de quienes pronto me clavarán sus tórridas palabras
porque los he abandonado a mitad de la contienda
porque me han derrotado
porque fui vencido
porque estoy quebrado.

¿Y el amor, quién me lo devuelve?
La fluoxetina?
El alprozalam?
El diclofenaco?
La ciclobenzaprina?
El paracetamol cada cuatro horas?

Con un simple papel en triplicado
y mi firma borrosa y corrida
por una gota furtiva
se fueron los años veinte de mi
vida.