viernes, 5 de octubre de 2007



Nuestro Darth Vader de cada día

Pocos villanos en la historia del cine (o incluso en la historia de la humanidad) son tan reconocibles como el ya a estas alturas mítico Lord Vader. ¿Quién no ha dicho alguna vez la famosa frase de "Yo soy tu padre", intentando imitar la profunda y grave voz del malévolo Vader? Incluso quienes no han visto jamás alguna de las películas de Star Wars podrían identificarlo. Y es que no es necesario ser un fanático "cosplayero" de la Guerra de las Galaxias, para saber quién es el malo y quién es él. Así como no es necesario ser un literato para identificar a don Quijote o decir "To be or not to be..." aunque no se tenga ni idea de lo que quiso decir Hamlet.
Pero no es de cine de ciencia ficción que quisiera hablaros hoy, mis muy escasos, pero amados lectores, sino de lo que podría representar la oscura figura de Vader y de la analogía que podría hacerse a veces entre él y nosotros.
Por si no han visto completita la saga (le encanta esa palabra a los fans), recordemos que Darth Vader no siempre fue malo. Ni siquiera se llamaba así. Pero sus miedos y sus furias lo fueron transformando en alguien despiadado, sediento de poder y con ganas de venganza contra quién él sentía le había hecho mal. En pocas palabras, se dejó llevar por los "negativo" que había en él.
Todos tenemos nuestras flaquezas. Nuestros miedos e inseguridades que encubrimos de mal humor. Todos nos hemos desquitado con inocentes de nuestras frustraciones. Todos hemos querido vengarnos alguna vez. Todavía nos queda esa parte siniestra dentro de nosotros, tal vez como parte de lo que es la naturaleza humana.
Seamos honestos. A mí me pasa con los abusivos que más encima se creen lo máximo. ¡Qué ganas de arrojarlos desde la punta de la torre Entel! O en las pequeñas discusiones diarias, o con los flaytes que roban en las esquinas y en las micros. Siempre parece haber una ocasión para que nuestro lado oscuro quiera salir de nosotros. Pero, afortunadamente, la mayor parte del tiempo, se impone en nosotros la razón, y somos capaces de contar hasta diez, de perdonar y, en menor medida, hasta de olvidar.
Por eso, gracias a Dios, no somos unos seres vengativos. Al menos yo, no me considero vengativo. Las pocas ocasiones en que me he vengado -esa palabra es tan horrible, prefiero llamarla desquitado- me he sentido tan mal después que todavía me arrepiento. Es raro, pero siempre termino sintiendo pena por el que me trata mal.
La revancha que más recuerdo fue cuando estaba en 8º básico. Durante años mi curso, y particularmente yo, debió soportar los abusos y golpizas de un compañero que todos conocíamos simplemente como 'el choro Ernesto'. Me quitaba la colación, me sacaba los libros y los rompía, me robaba útiles, me hacía bromas pesadas y, por supuesto, me golpeaba con más frecuencia de la recomendada. Fueron varios años de soportar la situación. Mis padres, férreos creyentes en la razón humana, siempre me habían inculcado el absoluto rechazo de la violencia y el valor que el diálogo podía tener en la convivencia humana. Pero créanme, con tipos como el choro Ernesto, no había diálogo posible. De hecho, intentar dialogar con él solo acrecentaba el número de hematomas en mis brazos. Ni hablar de defenderme físicamente; una vez lo intenté y fui humillado públicamente frente a la niña que me gustaba. Pero llegó el día en que me cobré parte de los años de humillaciones recibidos. Si había algo que choro Ernesto cuidaba, era su presentación personal y en especial su vestón. El día anterior a nuestra licenciatura de octavo, mi amigo Mauricio y yo nos quedamos un rato más en la escuela. No recuerdo por qué, pero volvimos a la sala y, adivinen qué había colgado en el perchero: ¡Sí, el vestón impoluto del choro Ernesto! Mi hermano se encargó de hacer guardia, mientras Mauricio y yo jugábamos fútbol con la chaqueta del pobre choro. Limpiamos la pizarra -que entonces aún era de tiza-, le echamos yogur, trapeamos el piso y qué se yo cuántas otras atrocidades hicimos con ese pobre pedazo de género. ¡Fue catártico! Cuando ibamos saliendo del colegio, nos encontramos con el Choro que venía de su casa. Lo primero que hizo fue preguntarnos si habíamos visto la chaqueta. "No -respondimos- estábamos en la capilla" Jamás usé tanta hipocresía en mi vida. Ni les cuento lo que fue verlo llegar a la licenciatura con el vestón como repollo y lleno de manchas. Me sentí tan mal, que una de las tres veces que me he confesado en mi vida, fue sólo por eso.
Con los años, no mejoró mucho mi situación frente a los abusones de siempre. Yo hacía las tareas del grupo y seguí recibiendo como pago sus "buenos coscachos" de mis tiernos compañeros de colegio. Pero descubrí algo que podía causar más daño que un buen combo: la palabra. El sarcasmo y la ironía se volvieron parte de mi vida. La palabra afilada dicha en el momento preciso, podía desintegrar a mis enemigos. Un compañero de los que me molestaban más en la Media, me pidió con lágrimas en los ojos, que por favor no lo molestara más con mis "tallas" frente a los demás. Ese día llegué a mi casa sintiéndome poderoso, pero a la vez, muy mal...
He tratado desde entonces, de no ser vengativo, pero cuesta mucho, realmente. Sobre todo, con los que piden a gritos que alguien les baje los humos. Lo importante es intentar que no nos gane el lado oscuro de la fuerza y armarnos de paciencia. Mucha, muchísima paciencia. Después de todo, nosotros también debemos despertar la ira en otros a veces ¿o no?

Y tú, ¿tienes alguna historia de tu "lado oscuro" que quieras contar?