domingo, 13 de septiembre de 2009

La respuesta...

 
Ay, María Paz… tanto quisiera decirte y no hallo las palabras…
Con razón me acusas de cobarde, ¿Cómo voy a enojarme contigo por eso?
Pero estoy enfermo, María Paz, de la peor de las enfermedades: la del alma. Y necesito sanar, porque yo ya no era yo, María Paz. Era, soy aún, alguien que ya no amaba, que no sentía hincharse el corazón con lo que hacía. Estoy lleno de amargura, de pena y tengo la impresión de que mi corazón es algo parecido a un pez negro, que apenas aletea en mi pecho.
Es verdad que escapé, como han escapado tantos otros, desde Héctor perseguido por Aquiles hasta el pobre tipo que un buen día decidió saltar por la ventana del décimo piso. Escapé porque no podía escapar de mí, pero sí del dolor, del cansancio, del hastío. Al menos eso creo… quizá es una inocencia pensar que se puede escapar de esas cosas…
Tienes mucha razón, querida María Paz. Solo en algo te equivocas: no me rendí tan pronto. Dios es testigo de que lo intenté, de que luché por sobreponerme, por levantarme. Pero no pude, María Paz, no pude.
¿Haz sentido, cuando te acuestas, que una enorme piedra te oprime el pecho? ¿Qué un nudo se estrecha cada día, cada hora, cada segundo, más y más alrededor de tu cuello?
Era la angustia, María Paz, la angustia. Y lloraba a todas horas, y deseaba que un tren me pasara por encima con tal de no llegar al colegio, con tal de no escuchar las palabras hipócritas, con tal de no ver las caras falsas, de no sentir sobre mí las miradas de odio, de desdén, de quienes me creían su enemigo solo por no pensar como ellos, por no bailar a su ritmo, por no llevarles el amén.
¿Cuál fue mi pecado María Paz? ¿Podrías tú decírmelo?
Porque para muchos, mi pecado fue querer más de la cuenta. Confiar en las personas. Tener fe en las personas.
Creer que podíamos ser mejores, María Paz.
Creer que había algo más allá de las buenas notas, de las planificaciones, de los planes y programas, del SIMCE, de la PSU…  creer que más allá de todo eso estaban las personas, la solidaridad, la justicia, el amor.
Mi pecado fue ese, María Paz: construir castillos en el aire…
¿Qué más puedo yo decirte María Paz?
Qué bello nombre es tu nombre, María Paz.
Podría decirte que tu mala nota (la única, me parece) fue porque tu edición de los cuentos de Manuel Rojas no era Zigzag, sino Nascimento, si no me equivoco. Y que te enojaste porque yo había dicho “mala suerte” ante tus reclamos. ¿Nunca te pedí perdón por eso? Pues los siento, María Paz, lo siento mucho. Te pido perdón por eso y por todo lo demás. Por irme, por no haber sido más fuerte, pero ya ves que tengo vocación de esponja y no de piedra.
Una última cosa, María Paz. Y créeme, porque si he de decir la verdad alguna vez en la vida será esta vez: mi cariño, mi amor, mi admiración por ti, por el Bastián, por tus compañeros, por tantos y tantos alumnos de tu curso y de otros, es verdadero. Y lo llevo conmigo para siempre, porque como tú dijiste, por más que me esconda no desaparecerá.
Es verdad que ya no volveré. Pero no será el adiós. Más temprano que tarde, con la ayuda del Buen Dios sanaré, y entonces volveremos a vernos, a conversar y tú me contarás tu vida, tus alegría y tus penas, tus logros y tus fracasos, y nos reiremos como antes.
Por favor, perdóname María Paz. Dale un abrazo de mi parte al negro y dile que no se fugue más de la sala con la Dani. También saluda a la María Luz y dile que hubiese querido mucho conocerla más, como a ti. También al Walter y, por supuesto, al Felipe. ¡Qué buen niño es el Felipe!
Sígueme escribiendo, aunque solo sea para demostrarme tu enojo que merezco.
Tú y muchos de los chiquillos del Santo Cura ya no son mis alumnos, eso es verdad. Pero es más verdad que no son mis alumnos porque son algo más que alumnos: son mis amigos.