viernes, 11 de abril de 2008



Padre

Hoy, en uno de mis inagotables viajes en metro, vine a caer en cuenta que por estos días debe haber sido la última vez que vi a mi padre bajar del metro caminando solo y seguro, como solía ser. Recuerdo que yo iba unos carros adelante y lo distinguí a lo lejos, con su parka color crema y en compañía de mi hermano que trabajaba junto con él. Traía la cara que comparten la mayoría de los pasajeros del metro al volver de sus trabajos, cara de rutina, de fatiga, pero a la vez de alivio por la jornada concluida. Me quedé esperándolo, lo saludé y caminamos juntos a casa la buena distancia que hay desde la estación. Como casi siempre en su bolso traía algo de alimento para los pobres perros callejeros que viven dentro del hospital Sótero del Río, el que repartió lo mejor que pudo entre los hambrientos canes. Quién habría pensado que solo unas semanas más tarde, no volvería a ver a esos perros sino desde la ventana de su cuarto de hospital.

Hoy sí sé que es verdad eso de que la vida puede cambiarte en un segundo, y que eso que te dicen de siempre irte de casa en "buena" con quienes amas es verdad, porque la hermana muerte puede darte una sorpresa en cualquier momento. Mi padre, gracias a Dios, está vivo, pero nunca será el mismo del que me despedí una mañana antes de partir al trabajo. Si es que me despedí realmente de él ese día...

No quiero en esta ocasión hablarles de su enfermedad, ni de las experiencias extraídas del largo y a ratos doloroso proceso que significó sobrellevarla. Es verdad que he prometido en otras ocasiones hablar de ese tema, pero no será hoy. Quiero ahora hablar solo de mi padre. Poner por escrito algunas cosas de él, y la verdad, no sé bien por qué lo quiero hacer.

No sé, en realidad, si podría decir que la relación que tengo o tuve con él ha sido cercana. Para ser sincero, creo que nunca conversé con él temas para mí muy personales y sensibles. Nunca le conté acerca de mis primeros amores y no recuerdo haber hecho esas típicas preguntas de sexo que dicen que uno hace al papá.

Cuando pequeño, creo que mi papá me despertaba un sentimiento que era mezcla de fascinación y miedo. Lo veía lleno de seguridad, capaz de hacer lo que se propusiera, pero a la vez distante y ajeno. No era como los papá de mis amigos. Nunca me llevo al estadio ni jugó a la pelota conmigo, aunque me llevó a pescar varias veces. No era fácil equivocarse o ser torpe en su presencia, pues era más que severo ante el error. Sentí muchas veces un tremendo pavor ante cualquier tarea encomendad por él, solo porque sabía que podría no hacer las cosas como se esperaba de mí.

En mi adolescencia, creí que lo odiaría por el resto de mi vida. Aunque nunca fui rebelde, sentía un profundo rencor por ese padre de mi infancia que tantas veces denostó acerca de mis capacidades. Pensaba en las constantes peleas con mi mamá, en sus bruscos, y muchas veces injustos, retos, en su poca preocupación por lo que me pasaba, en sus eternas jaquecas, en lo que me faltaba y él no podía -o no sabía- darme. Por muchos ratos, creí que era el peor padre sobre la tierra. Y, sin embargo, habría dado parte de mi vida por ser como él. Por poseer esa lógica para resolver los problemas, por manipular las herramientas como él, por cocinar como él. Por ser capaz de hacer un nudo o clavar un clavo derecho en la pared.

Mas los caminos de Dios son misteriosos.

Un Viernes Santo, me despertó el teléfono. Nunca supe muy bien por qué o cómo, pero yo ya sabía lo que era, pero lo confirmé después, cuando los cimientos de la casa se remecieron y los perros de todo el barrio aullaron al mismo tiempo por un minuto. Mi abuelo Fernando, el padre de mi padre, estaba muy enfermo y había fallecido en el auto de mi papá mientras él lo llevaba al hospital. Cuando regreso, sin derramar una lágrima ni mover un músculo, respondió a las preguntas de mamá con un escueto: "falleció". Eso fue todo... por el momento.

Sólo en el cementerio lo vi palidecer y sus ojos se humedecieron. Desconozco si la verdad lloró. Quizá con mamá sí, pero no recuerdo haberlo visto, pero un año después, y para la misma fecha, también falleció su hermano mayor. También recibió la noticia por teléfono. Esa vez, solo agachó la cabeza y mirando el suelo preguntó: "por qué", mientras mi mamá lo abrazaba. Entonces sí lloró y mucho. Lloró por su madre, muerta hacía años, por su hermano Emilio que había muerto cuando él era un niño, por su papá no llorado como se debía y ahora por su hermano mayor que también decidió partir en abril. Y lo que hasta hoy me marca para siempre, lloró conmigo, abrazado a mí. Por vez primera, supe que era tan frágil como cualquiera y también supe que yo si era importante para él. Ese día aprendí que estaba lejos de ser el súper hombre que un día creí.

Acepté con el tiempo que no debía ser perfecto, ni como los demás y, por sobre todo, me reconcilié con su figura y conmigo, pues supe que no necesitaba ni debía ser como él. Que yo era alguien muy distinto a él y eso, no era malo, solo era diferente.

Fui descubriendo su presencia en muchas cosas. En las pequeñas conversaciones de sobre mesa, en los arreglos del auto, en ver las noticias juntos, en el pan amasado que a veces nos prepara. Descubrí que mucha gente lo quiere y lo valora más de lo que él mismo piensa. Descubrí que siente una pena enorme por los animales abandonados, que es malísimo para los chistes, que el cigarro lo envejeció más rápido, que el café es maravilloso, que los problemas pueden arreglarse si uno analiza detenidamente las cosas.

Por eso me dolió tanto verlo enfermo. Por eso sufrí tanto por él. Por eso pasaba a verlo al hospital después del trabajo y me arrodillaba ante la Virgen en la capilla del hospital.

Todavía hay muchas cosas que no me gustan de él y en las que no quiero parecerme. Nuestra relación no es de plenitud, pero sí de bellos momentos: la lectura de 20.000 leguas de viaje submarino, mi primer pejerrey pescado en Rapel, armar una carpa, pasarle una llave o una tuerca, un viaje por la carretera de noche como copiloto, un abrazo en el momento más doloroso.

No creo que él llegue nunca a leer esto. Es mejor así. Me basta saber que me quiere y que lo quiero, sin necesitar grandes razones. Creo que mi papá es un hombre bueno, pero por sobre todo un hombre y por lo mismo imperfecto como todos los hombres. Doy gracias, otra vez, porque está con nosotros, porque volvió a caminar, porque está lúcido y, doy muchísimas gracias, porque una vez que termine de escribir, bajaré y podré darle un abrazo.