jueves, 23 de diciembre de 2010

Misantropía (y nostalgia) navideña




Me viene, hay días, una gana ubérrrima, política, de querer... golpear a mis semejantes. Generalmente mi misantropía es más bien pacífica y contemplativa, pero en fin de año, suele tornarse más violenta y virulenta. Tanta gente junta en las calles, los pasajes, las tiendas, los supermercados, los trenes... no puede ser buena idea. Súmele usted, despreciable lector, a todo esto los 30 y tantos grados a la sombra que sobre Santiago se han dejado sentir para completar la mala fórmula. ¡Ah! y no olvidemos toda esa decoración navideña donde prima el color rojo, las cancioncillas insulsas que parecen cantadas por eunucos del demonio y la poca amabilidad de todos porque, TODOS nos volvemos un poco misántropos para estas fechas.
Claro que todo esto era más sencillo antes, cuando pequeños. Eran las fechas más esperadas. La época de las luces de colores centellantes, de los árboles de plástico, de la nieve falsa en muchos de ellos. La época de los regalos. Como fuese, para la mayoría de nosotros, nuestros padres trataban de hacernos hermosas estas fechas. 
Tu casa se llenaba de visitas o, a veces, tú emprendías el viaje como visitante. Recibías trajetas de tus parientes en la lejanía. Tu abuela hacía cola de mono, ese brebaje de café, leche y aguardiente. Había pan de pascua y su despreciable fruta confitada. Hasta petardos y fuegos artificiales había antes. La mañana del 25 era plena. Afuera te esperaban tus amigos para jugar, para lucir sus regalos: la pelota nueva, la bicicleta, la última novedad de Taiwán. 
¿Cuándo y por qué es que dejamos atrás tanta alegría? ¿Cuándo perdemos -digámoslo como lo publicidad- esa magia que nos hacía tan felices en Navidad?
Mis Navidades y Años Nuevos se han hecho sistemáticamente más tristes para mí. Ya no hay una abuela revolviendo ollas enormes de cola de mono. Tampoco hay un abuelo con el que chutear la pelota. No hay visitas de parientes, no hay tarjetas postales. Como un trámite, quizá, montamos el árbol, ahora más real pero menos mágico, y colocamos bajo él el pesebre. Pero algo falta.
Por el paseo Ahumada pulula la gente, llena de bolsas y paquetes. No hay descanso. Tampoco hay ya viejos pascueros con quienes sacarse una foto en la Plaza de Armas. ¿Cuántos niños por décadas se sacaron fotos con esos viejos pascueros sudorosos y de trajes mal hechos?
No hay Otto Krauss ni camiones Goliat ni pelotas Saltarinas. Ni siquiera esos avisos de acento español de Jesmar que por años nos bombardearon con Rosalbas y Nenucos se salvaron del inexorable paso del tiempo. 
Y en las carnicerías, panaderías o verdulerías no te regalan calendarios con paisajes, gatitos o perritos, quizá porque ya casi no quedan carnicerías, ni panaderías ni verdulerías. Ahora desde el pan a los juguetes se compran en enormes catedrales con carritos y luces fluorescentes. Ya no hay gladiolos rojos, ya no hay cuentas regresivas y cuecas a medianoche. 
Ahora, solo quedan las multitudes que deambulan. Niños que no se levantan temprano el 25 de diciembre para mostrar sus juguetes: suben las fotos a facebook. 
Y a mí, que estas fechas ya no me dan dolor de estómago de pura ansiedad, me entran unas ganas de que todo pase rápido, que llegue luego el nuevo año. Unas ganas de escaparme un rato de este sinsentido, de esta oquedad que es nuestra vida. Me dan ganas de mandar a la punta del cerro todo y a todos.
Me dan ganas de despertarme niño, otra vez.