domingo, 3 de febrero de 2008



Pichilemu, mi amor

Confieso que nunca he sido muy fanático de la playa, pero sí del mar. O más bien no gran entusiasta de lo que la mayoría de las personas gusta hacer en la playa. Para empezar la prefiero en invierno, ojalá con algo de frío y con ese mar alborotado y espumoso que azota las rocas, horadándolas por siglos. Prefiero las playas solitarias y silenciosas, donde solo la mar o el viento interrumpan mis pensamientos con sus naturales sonidos.
Afortunadamente, para la mayoría de las personas, el verano no permite que las playas estén solitarias y frías, sino atestadas y cálidas, y en ellas retocen las familias, chapoteen los niños, exhiban sus dorados cuerpos las mujeres y muestren los músculos (o los rollos) los hombres. En verano y principalmente en la V región, alcanza su paroxismo esta situación, donde además de de personas, se le debe sumar a la playa, toneladas de basura, melones con vino y radios con reguetón (si es que así se escribe, pero yo lo castellanizo) o cumbias de dudoso valor hermenéutico.
Gracias a Dios, existe Pichilemu.
Y no es que en Pichilemu no se den grandes grupos de gente más dispuestas a disfrutar la vida que este humilde narrador, sino que en Pichilemu aún se puede disfrutar de la tranquilidad, sobre todo en la mañana, pues para mí, las mañanas más hermosas de Chile están en los fríos y húmedos despertares de Pichilemu.
El amor por este balneario me viene de chico. Por muchos años mi familia y yo veraneamos allí, en los tiempos en que era difícil llegar a él desde Santiago. Me parece todavía increíble que en el viejo Peugeot 404 que tenía mi papá hubiésemos viajado tan cómodos seis personas. Era toda una travesía por caminos de tierra y cuestas interminables. En mi memoria siempre permanecen vivos los recuerdos de esa entrada a Pichilemu: después de la última cuesta, de fondo el mar y a un lado, el pueblo y esa copa de agua que era lo primero que uno podía ver. Mi hermano y yo eramos muy pequeños, pero aún hoy nos parece que las lunas más grandes y hermosas se veían en Pichilemu.
Con mi abuelo, nos levantábamos muy temprano para salir a caminar. Íbamos a los enormes bosques que rodeaban el pueblo, bordeábamos la laguna, caminábamos por la vía férreo y jugábamos a dar vuelta los trenes en la tornamesa de la estación. Mi papá salía solo a pescar lenguados de madrugada (y por Dios que atrapó uno inmenso, como de siete kilos) y por las tardes y al anochecer, lo acompañábamos a la laguna Petrel a pescar pejerreyes que le sirvieran de carnada para la pesca matutina. Por las noches, un paseo por la calle Ortúzar o por Aníbal Pinto, para comerse unos churros o apostarle a que cajita iba a entra el cuy. Claro que igual ibamos en las tardes a bañarnos a la playa, pero yo, por lo visto, desde siempre he sido más contemplativo que de acción.
Luego, por años no visité Pichilemu.
Volví con mis hermanos y mi polola hace un par de años para un feriado largo y lo encontré cambiado, pero con el mismo aire de tranquilidad que tanto me gusta. Volví otra vez este verano y lo noté aún más cambiado, pero en esencia sigue siendo el Pichilemu que tanto quiero.
Me preguntó alguien con cuál me quedaba, si con el de antes o con el de ahora. Obviamente yo, románticamente, dije que con el de antes, con el de casa antiguas, con caminos de tierra y "cabritas" celestes. Con el de balseo en Cáhuil y el de grandes bosques que lo cercaban. Pero es inútil intentar ganarle al tiempo. Ya muy pocas calles de tierra quedan. Hoy los puentes reemplazaron a las balsas. Ya no hay rieles ni durmientes. Ya no camino con mi abuelo ni pesco con mi papá. Todo a cambiado, pero le doy gracias a Pichilemu porque allí he sido feliz, porque allí soy feliz también ahora, en otras circunstancias.
Por eso, si me preguntaran dónde prefiero sentarme a pensar, diría que en las arenas de Pichilemu, frente al mar.