martes, 3 de octubre de 2006


Los libros y yo

Hay olores que nos encantan. Todos tenemos nuestros preferidos. Por ejemplo, cuando era estudiante, muchas veces sentía el olor de las mujeres recién perfumadas en la mañana, cuando pasaba junto a ellas en la micro. Llegué a pensar, en una ocasión, "esta mujer huele a verano". ¿Qué cosas, no?
Sin embargo, otro de mis aromas favoritos no es tan sensual como el de las bellas mujeres, pero es igualmente poderoso para mí: el olor de los libros, el olor a biblioteca, a galería de la calle San Diego. Ese olor del papel amarillo y reseco, de las tapas desteñidas, de la negra tinta sobre el papel.
¿Cuándo nació este amor por los libros, por la literatura? No lo sé a ciencia cierta, pero creo tener una noción. Antes de la reforma, no existían todos esos libros infantiles que leen los niños hoy -léase Barco a vapor, por ejemplo-, por lo que leíamos los clásicos en cuanto a aventuras se refiere. Tocó, cierto buen día, que después de leer varios Papeluchos que sí me habían gustado, mi profesora nos mandara leer Colmillo blanco. Escuché a mis compañeros quejarse acerca de lo largo que era el libro, pero, por sobre todo, sobre lo aburrido que resultaba leer. Para mí, la lectura era algo habitual. Crecí en casa de mis abuelos, mi tata leía todo el tiempo, dos o tres libros a la vez. El diario, al menos los domingos, era sagrado. En mi casa, había una biblioteca abundante y añosa. Mi padres se encargaron de aumentarla, comprando enciclopedias, colecciones y diccionarios. ¿Por qué habría entonces de resultarme fome leer?
No obstante, quizá prejuiciado por los nefastos comentarios de mis compañeros, no conseguía avanzar en la lectura de Colmillo blanco. Mi madre se dio cuenta de esta situación, y en lugar de llamarme la atención por estar viendo Pipiripao en vez de leer, hizo algo de lo que estaré agradecido por toda mi vida: tomó el libro, me dijo que me tendiera juento a ella en la cama, y comenzó a leerme. Aún no podía concentrarme y me aburría, pero ella me dijo "imagina. Imagina que es una película. Cierra los ojos e imagina". Entonces la vi. Era la nieve, los bosque, los perros y los lobos. Era Kiche y sus cachorros que aparecían, de súbito ante mí. Por primera vez en mi vida me di cuenta de estar en un espectáculo creado para mí. Era el director de la película, tenía el guion, ahora solo debía filmarla. ¡Qué maravilla fue ese día!
Desde ese entonces, jamás dejé de leer, y mi apetito ante los libros solo era comparable con el de los helados.
Prácticamente todos los clásicos Zig-Zag pasaron ante mis ávidas pupilas. Julio Verne, Salgari, London, Manuel Rojas... ¡Qué humanidad hay en Manuel Rojas! ¡en sus personajes desarraigados y sufrientes, pero poseedores de una dignidad universal! Muchos años después, esas características las encontré en los personajes de Óscar Castro y su maravillosa La vida simplemente.
Fui reprendido duramente muchas noches a causa de mis deseos de leer hasta altas horas, y creo que debo usar gafas hoy, por el mal hábito de leer con la luz apagada y bajo la colcha. Y probablemente, mi papá nunca sabrá que fui tan feliz, cuando a mi hermano y a mí nos leía cada noche un fragmento de 20.000 leguas de viaje submarino.
Había leído a chilenos y europeos, pero a casi ningún hispanoamericano, pero cuando gané el concurso de cuentos de mi liceo, el premio fue un libro: Crónica de una muerte anunciada. ¡Aquello fue encontrarse con otra realidad, que a mis quince años, era incapaz de explicar!
En mi mente, todavía retumban esas palabras como si fuesen parte de un conjuro: "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar la remota tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo". Tan maravillosa como Cien años de soledad es la novela de amor más humana que he leído, y también es de García Márquez, El amor en los tiempos del cólera.
Perdón, ya sé que me estoy extendciendo demasiado, pero ¿Cómo dejar afuera a Borges y Cortázar?, ¿si son capaces con sus cuentos de ganarte por knock-out y dejarte en silencio y con los ojos abieros por largo rato? ¿Cómo no mencionar a Benedetti y su Tregua, que me dejo llorando una hora sobre la cama? ¿Cómo no nombrar a Kafka, a Carpentier, a Camus? ¿Cómo no contarles que yo también sufro de los mismos males de Martín Romaña, trasunto de Bryce Echenique? ¿De qué manera no hablar de los traumático y fascinate que resultó leer 2666 o Los detectives salvajes del finado Bolaño? ¿Cómo no hacer una pequeña referencia a un Gigante Egoísta, a Un Príncipe feliz o a un Fantasma de Canterville? ¿Es posible no hablar de la poesía alada de Neruda, la sensualidad de Garcilaso, la desasón de Mistral, la profundidad de Quevedo, la acidez de Parra? Imposible y doloroso resultaría para mí dejar a alguien fuera.

Favor no se molesten, ya me llevo mi boca.
Para terminar, solo quisiera hacer mención al mejor libro que existe (y si alguien no está de acuerdo, que se atenga a las consecuencias), y, lo siento Señor, no me refiero a la Biblia, sino a El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Por ahí decía un famoso quijotista: "dichosos los que no han leído el Quijote, pues aún tienen algo importante que hacer en la vida".

Disculpen el apasionamiento, pero habló un hombre que sobre el papel, ha podido ser muchas veces, lo que nunca será en la realidad.
Vale.