sábado, 27 de octubre de 2018

Señora Ana








Tuve la suerte de conocer a la señora Ana. O conocerla, tal vez, sea una exageración en realidad. Digamos, más bien, que pude saludarla una vez, estrechar su mano y decirle con someras palabras cuánto la admiraba. 

Fue en el 2010, en la catedral de Santiago. Durante un tiempo entre ese año y 2011 tuve un trabajo menor en la Comisión Valech dos, en el archivo. Sucedió que justo en ese período falleció Monseñor Valech, en honor de quien la comisión de DD.HH. llevaba su nombre, y sus funerales se realizarían en la catedral. Allí, entre la multitud de quienes despedían al Obispo Auxiliar Emérito de Santiago, fue que divisé a la señora Ana. Estaba apoyada contra una de las columnas, con unos claveles en la mano, acompañada de un joven. 

Para quienes crecimos con familias opositoras al régimen atroz del tirano y su séquito de malas yerbas, la señora Ana González era algo así como una leyenda, un testimonio vivo y latente. Mi familia, desde pequeño, nos habló de ella y de muchos más que habían perdido a sus seres queridos por no llevarles el amén a los traidores, y que a pesar de la represión, de las amenazas y del miedo, siguieron luchando sin claudicar por encontrarlos y por el regreso de la democracia, el derecho y la libertad a Chile.

Vivo, hasta hoy, tengo el recuerdo a mi madre contándome de la señora Ana. Con los ojos grávidos de lágrimas, su relato resuena en mi memoria. Ella siempre se preguntó cómo una mujer podía sufrir tanto y encontrar la fuerza para seguir. Dos hijos, su nuera embarazada y un nieto, el que gracias a Dios fue abandonado en la calle y encontrado por vecinos. Después, el marido, secuestrado por siniestros hombres mientras iba a buscar alguna información de los familiares desaparecidos el día anterior. 

Tanta pena y tanta lucha. Tanto clamor y tan poca verdad. Se fue la señora Ana sin saber a dónde se llevaron a sus hijos, su nuera y su marido, Manuel Recabarren, emblemático apellido en la historia de nuestro país. Se fue sin poder sepultar a sus muertos como corresponde. Se fue sin poder conocer un nombre, al menos, uno solo de los nombres de los hombres responsables. Sin justicia y sin verdad. Una deuda, una mancha en el alma de Chile.

Ese día en catedral me acerqué a ella. 

- Disculpe, señora Ana. No quisiera molestarla, solo quería saludarla y decirle que es un honor para mí conocerla. 

Ella me sonrió y de inmediato me tendió su mano, ya arrugada por el paso del tiempo, pero de vistosas uñas rojas y largas.

- Un gusto joven. Muchas gracias.- me respondió.

Fue solo un momento. unos segundos. Pero yo me quedé con la certeza de haber tomado la mano no solo de una luchadora incansable por la justicia y la verdad, sino la mano de una mujer que es y será un fragmento doliente y testimonial de la historia de Chile. Como país le quedamos en deuda, le debemos la más grande de las disculpas. Al menos, para quienes tenemos fe en que hay un lugar mejor más allá de esta tierra, para quienes creemos en Dios, tenemos la certeza de que volverá por fin a reencontrarse con toda su familia.

Adiós, señora Ana.

1 comentario:

xurxo dijo...

Un sentido homenaje a una gran persona.

Un Abrazo.