sábado, 16 de febrero de 2008


Volver

Podría decir, amables lectores, que este verano me hallo más meláncolico que nunca. He visitado varios lugares que me han traído gratos recuerdos y quizá ahora comprendo lo que García Márquez señalaba acerca de la memoria y su capacidad para filtrar los recuerdos; para mí hasta los malos recuerdos hoy son buenos.

Como les comenté en mi última entrada, estuve en Pichilemu, que se llevó una buena parte de mi niñez. Casi sin quererlo, regresé hace unos días también a otro de los estivales lugares de mi infancia: Angol. Allí vive la hermana de mi abuela, y solíamos visitarla a menudo hace unos veinte años. Como sabrán, Angol es una ciudad de la IX región, pero más cercana de Los Ángeles que de Temuco, y para quiénes busquen un lugar altamente turístico, no les recomiendo Angol. Sin embargo, es una ciudad que para mí está llena de memoria.

Después de casi 20 años sin verse ni hablarse, mi abuela y su hermana decidieron reencontrarse, así que mi hermana y yo fuimos elegidos para acompañar a mi "bueli" en este periplo de la senectud. Tristemente para mí, que soy un amante de los trenes, el ferrocarril ya no llega a Angol, así que debimos abordar un bus desde la Alameda. ¡Cómo odio viajar en bus! Detesto no poder parar donde se me antoje o no poder pararme siquiera a estirar las piernas un rato. En fin, como me lo esperaba el viaje fue horrendo. De noche, sin aire acondicionado, escuchando ronquidos lejanos, el baño sin agua y sin la posibilidad de comprarse un café siquiera. Y eso que era un bus de una empresa grande y respetable como Tur Bus, pero en fin...

Llegamos a Angol a las seis y media de la mañana. Desde ese instante volví a sentir el olor del sur, de los ríos y los volcanes, de los bosques y los lagos. La ciudad estaba más moderna, pero seguía siendo la misma. Sin embargo, mi más grande impresión, fue pisar nuevamente la casa de mi tía abuela. Fue ver la casa y reconocerla. Es raro, pero sentí que el tiempo se había detenido en ese lugar. El olor fue lo que más me sorprendió. Apenes crucé el umbral y lo respiré, volví a tener seis años por una milésima de segundo, volví a sentirme feliz y seguro, con todo el tiempo del mundo para dejarme querer y dormir sin pensar en las horas del eterno mañana. El patio lleno de frondosos naranjos y durazneros, la cocina oliendo a leña y pan amasado, los dormitorios de techos altos y camas mullidas, el baño enorme y frío. Todo estaba igual, quizá más viejo, pero era ese pequeño espacio de la tierra en que con mi hermano jugábamos a ser quiénes nunca fuimos, con mi abuelo conversabamos hasta bien entrada la noche y con mi mamá entraba al baño, porque me daba miedo entrar solo a ese espacio húmedo de un eco que me parecía sobrenatural.

Es asombroso como uno se va haciendo viejo tan rápido. Los días se suceden con una prisa malévola. Pero, como ya lo he dicho varias veces antes, sigo estando convencido de que envejecer es ante todo añorar. Cuando el tren nocturno salía de Temuco con dirección a Santiago, y yo volvía en él, descubrí que me siento muy viejo, pero me queda el consuelo de que el niño que yo fui sigue corriendo por el patio de la casa de mi tía abuela en Angol.

domingo, 3 de febrero de 2008



Pichilemu, mi amor

Confieso que nunca he sido muy fanático de la playa, pero sí del mar. O más bien no gran entusiasta de lo que la mayoría de las personas gusta hacer en la playa. Para empezar la prefiero en invierno, ojalá con algo de frío y con ese mar alborotado y espumoso que azota las rocas, horadándolas por siglos. Prefiero las playas solitarias y silenciosas, donde solo la mar o el viento interrumpan mis pensamientos con sus naturales sonidos.
Afortunadamente, para la mayoría de las personas, el verano no permite que las playas estén solitarias y frías, sino atestadas y cálidas, y en ellas retocen las familias, chapoteen los niños, exhiban sus dorados cuerpos las mujeres y muestren los músculos (o los rollos) los hombres. En verano y principalmente en la V región, alcanza su paroxismo esta situación, donde además de de personas, se le debe sumar a la playa, toneladas de basura, melones con vino y radios con reguetón (si es que así se escribe, pero yo lo castellanizo) o cumbias de dudoso valor hermenéutico.
Gracias a Dios, existe Pichilemu.
Y no es que en Pichilemu no se den grandes grupos de gente más dispuestas a disfrutar la vida que este humilde narrador, sino que en Pichilemu aún se puede disfrutar de la tranquilidad, sobre todo en la mañana, pues para mí, las mañanas más hermosas de Chile están en los fríos y húmedos despertares de Pichilemu.
El amor por este balneario me viene de chico. Por muchos años mi familia y yo veraneamos allí, en los tiempos en que era difícil llegar a él desde Santiago. Me parece todavía increíble que en el viejo Peugeot 404 que tenía mi papá hubiésemos viajado tan cómodos seis personas. Era toda una travesía por caminos de tierra y cuestas interminables. En mi memoria siempre permanecen vivos los recuerdos de esa entrada a Pichilemu: después de la última cuesta, de fondo el mar y a un lado, el pueblo y esa copa de agua que era lo primero que uno podía ver. Mi hermano y yo eramos muy pequeños, pero aún hoy nos parece que las lunas más grandes y hermosas se veían en Pichilemu.
Con mi abuelo, nos levantábamos muy temprano para salir a caminar. Íbamos a los enormes bosques que rodeaban el pueblo, bordeábamos la laguna, caminábamos por la vía férreo y jugábamos a dar vuelta los trenes en la tornamesa de la estación. Mi papá salía solo a pescar lenguados de madrugada (y por Dios que atrapó uno inmenso, como de siete kilos) y por las tardes y al anochecer, lo acompañábamos a la laguna Petrel a pescar pejerreyes que le sirvieran de carnada para la pesca matutina. Por las noches, un paseo por la calle Ortúzar o por Aníbal Pinto, para comerse unos churros o apostarle a que cajita iba a entra el cuy. Claro que igual ibamos en las tardes a bañarnos a la playa, pero yo, por lo visto, desde siempre he sido más contemplativo que de acción.
Luego, por años no visité Pichilemu.
Volví con mis hermanos y mi polola hace un par de años para un feriado largo y lo encontré cambiado, pero con el mismo aire de tranquilidad que tanto me gusta. Volví otra vez este verano y lo noté aún más cambiado, pero en esencia sigue siendo el Pichilemu que tanto quiero.
Me preguntó alguien con cuál me quedaba, si con el de antes o con el de ahora. Obviamente yo, románticamente, dije que con el de antes, con el de casa antiguas, con caminos de tierra y "cabritas" celestes. Con el de balseo en Cáhuil y el de grandes bosques que lo cercaban. Pero es inútil intentar ganarle al tiempo. Ya muy pocas calles de tierra quedan. Hoy los puentes reemplazaron a las balsas. Ya no hay rieles ni durmientes. Ya no camino con mi abuelo ni pesco con mi papá. Todo a cambiado, pero le doy gracias a Pichilemu porque allí he sido feliz, porque allí soy feliz también ahora, en otras circunstancias.
Por eso, si me preguntaran dónde prefiero sentarme a pensar, diría que en las arenas de Pichilemu, frente al mar.