Sabe Dios que nunca he sido aquello que, en la jerga de los que saben del asunto, llaman "futbolero". No voy al estadio, no me amargo la existencia si el equipo de mis amores pierde un encuentro, y creo que con suerte sé los nombres de uno o dos jugadores de ése equipo de mis amores. Ni me pregunten de estadísticas ni historia. Bastará, para convencerlos de mi poco conocimiento del balompié, que les confiese que mi club favorito es la Universidad Católica, sempiterna segundona en los campeonatos nacionales.
Debo señalar que en materia de fútbol, tengo varios prejuicios. Crecí viendo espectáculos deplorables. Imagínense que el primer partido del que tengo conciencia de haber visto con interés fue el de nuestra selección contra la de Brasil, aquel aciago día en que nuestro arquero, apodado "Cóndor" Rojas, se inventó una lesión más falsa que amigo de Facebook, producto de una bengala que ni lo rozó.
Como si aquel engaño que costó años de no poder participar en eliminatorias a nuestra selección, no hubiese sido suficiente, también desde chico presencié papelones, "boletas" en jerga futbolística, que todos los demás equipos de verdad nos daban. Desde los clubes hasta la selección. Y claro, ¿Qué podía hacer Chile frente a esos mastodontes uruguayos? ¿O frente a un Maradona que, con mano o sin mano de Dios, ya era una especie de dios del balón? ¿O ante la alegría bailable en camisetas amarillas de un Brasil siempre talentoso?
No. Desde niño me di cuenta de que nuestro fútbol era tal y como somos nosotros los chilenos: grises y con complejo de inferioridad.
Por eso me costaba entender que un grupo de hinchas termocéfalos fuese a celebrar porque empatamos con Venezuela o le sacamos tres puntos a Bolivia... de locales, claro.
Y qué decir de los jugadores. Tipos sin disciplina, cuyo único objetivo en la vida era un Ferrari y una modelo platinada y siliconizada en el asiento del acompañante. Jugadores que se arrancaban a burdeles durante las concentraciones, que se arrojaban jamón, mantequilla y pan en los hoteles, que desayunaban Piscolas, Cubas libres y Gin con Gin a las tres de la tarde.
Crecí viendo entrenadores que sabían mucho de como hacer asados, de tirar tallas, de fumar, pero que de fútbol sabían solo que poco pierde el que nada arriesga. Y esa fue la impronta que le dieron a nuestro fútbol ("júrgol" en su pronunciación), colgarse del arco si fuese necesario para obtener un empate que celebraban como triunfo. Esos simpáticos directores técnicos que se iban a los programas de farándula con el equipo completo hasta altas horas de la noche, los días anteriores a un partido.
¿Y los dirigentes? ¿Qué se puede decir? Mafiosos y mediocres que año tras año, escarbaban hasta encontrar algo que robarse de Quilín o de Juan Pinto Durán.
Nada. Eso era nuestro fútbol. Nada.
Y de pronto, sin aviso, la revolución. Los clubes "chicos", esos perdidos entre los cerros, en pequeños pueblos, ésos que todavía juegan en canchas de tierra, se dieron cuenta de que podían ser algo más si elegían mejores dirigentes. Y eligieron bien. A un tipo responsable, educado, capacitado y, por sobre todo, honesto: Harold Mayne - Nicholls.
Se hicieron auditorías, se sacaron los trapitos al sol, se mandó para la casa a los ladrones. Por fin, una luz de esperanza. Mayne Nicholls sabía que si queríamos de una buena vez salir del pozo, debíamos hacer una fuerte inversión y dejar atrás las viejas y mediocres fórmulas. Hizo lo impensado: llamó a un hombre que estaba en el "ostracismo futbolístico", a un tipo que muchos calificaban de "Loco". No tuvo que ir muy lejos, estaba al otro lado de la cordillera, era Marcelo Bielsa.
Pedro Carcuro, el comentarista de fútbol, lo resumió así: "Fue como comprarse un Ferrari en diez millones de pesos".
Y claro, ¿Por qué un técnico exitoso y de renombre iba a venir a pudrirse en un país que solo sabía de "triunfos morales", lindo eufemismo para derrotas? La plata era poca, las instalaciones y estadios malos, los jugadores con prontuario y la gente desconfiada y exitista... y, sin embargo, se vino.
Bielsa, el Loco, pidió quedarse a vivir en Juan Pinto Durán, dentro del mismo lugar de entrenamiento, en una humilde casita que había. Por las noches, se paseaba por las canchas pensando, imaginando. Por el día veía una y otra vez sus miles de video. Mucha gente lo vio en el teatro, en restoranes, comprando libros o películas. ¿Un entrenador de fútbol que disfruta de las artes escénicas, del cine y la literatura? ¡Válgame Dios!
Continuando con sus locuras, le hizo ver a los futbolistas que debían seguir sus órdenes, que había que esforzarse, que no era bueno distraerse con farándula. Los convenció de que la mejor defensa era el ataque y de que éxito y felicidad no eran sinónimos. Los hizo creer en ellos, en sus capacidades. Nos hizo ver a todos que no era un sino trágico el de nuestro fútbol, que no estábamos condenados a ser siempre una pésima copia de nuestros hermanos mayores con vista al Atlántico.
Y mientras se mejoraba la infraestructura de Juan Pinto Durán y se construían después de décadas estadios nuevos, la selección chilena empezó a ganar partidos, ¡Y no solo eso!, sino que, cuando perdía, nos quedábamos con una sensación completamente nueva: realmente se había dado todo en la cancha. Por fin se había, de verdad, "mojado la camiseta"
Y el mensaje de ese Loco argentino, traspasó a la sociedad entera. Se podían hacer las cosas bien si uno se esforzaba y era paciente. Y en las universidades los alumnos iban a escucharlo en sus charlas. En las poblaciones más pobres y marginadas, el Loco aparecía de improviso a conversar con los niños, con los jóvenes que aún tenían sueños. A sacarse fotos, a conversar con la gente. No había cámaras, no había periodistas, no había políticos que se quisieran aprovechar.
La alegría brotó partido tras partido. Permeó incluso a tipos que, como yo, no "estabamos ni ahí" con el fútbol, porque no era solo fútbol, era una doctrina, una ideología, un ideal nuevo; era la constatación de que se puede ser mejor, siendo humilde, trabajando, luchando.
Pero la avaricia puede más. La ambición desmedida de dinero y poder pudieron más que muchos. "Es un monstruo fuerte y pisa fuerte".
Por algo así como cuarenta monedas de plata, los mismos clubes chicos que tanto habían mejorado con Mayne Nicholls, lo traicionaron, lo vendieron a cambio de promesas, de una mísera dádivas de los tres clubes más grandes que no querían igualdad para todos los clubes. Oscuros empresarios, capitalistas burgueses, después de todo, no querían seguir ganando mucho... ahora querían ganarlo todo.
Mientras Bielsa, que no se vendió nunca, que no quiso que cierto candidato que después compró al presidencia del país se colgara de su fama ni de la de la selección, dando una clase de libertad y dignidad, se negó a ser un payaso más del baile, no iba a entrar en el juego del nuevo gobierno - coporación que ahora manejaba Chile. Eso molestó al poder. Molestó a quien, además de ostentar el poder político, ostentaba un enorme poder monetario y era dueño de más del 12% de las acciones del club más grande de Chile.
La suerte del Loco estaba echada. Un teléfono. Una conversación en las sombras. Un empresario oscuro era el nuevo presidente del fútbol chileno.
"Ahora podremos controlar al Loco" Pensaron estos empresarios cuyo corazón no late sino ante cosas metálicas y brillantes. Pero el Loco era demasiado "loco", demasiado necio, demasiado digno...
Nos dio su última lección, una lección de dignidad. Aunque nos duela, aunque lloremos...
Se va el Loco. Se va porque no se vende. Se va porque no cree en el exitismo, se va porque cree en los procesos, en el trabajo a largo plazo. Se va porque empeñó su palabra y lealtad. Se va, finalmente, porque él siente algo que los empresarios capitalistas nunca conocerán ni podrán sentir y menos entender: se va porque él ama lo que hace, ama el fútbol. Porque el fútbol no debiera, no puede ser solo un negocio. Porque la alegría no se puede vender y menos comprar.
Y nos quedamos como huérfanos. Así como Segismundo despertando otra vez encadenado y en la torre, creyendo que los últimos años fue solo un sueño...
Mientras, los señores dueños de Chile, celebran. Mientras, hay un títere en la ANFP, pero el titiritero está en La Moneda. Mientras, todavía no nos resignamos.
Porque esta vez si hubo indignación. Porque esta vez no se la van a llevar tan fácil los mismo de siempre. Esta vez pagarán, aunque no sea ahora, aunque no sea rápido. ¡Quién lo diría! La gente está despertando gracias al fútbol. Pronto no solo verán la injusticia de sacar a quienes hacían bien las cosas, sino que volcarán su vista a los hospitales, a las escuelas, a las fábricas, al comercio... más temprano que tarde recobraremos la vista, la fe, la esperanza.
Porque si algo aprendimos de Marcelo Bielsa Caldera es que la dignidad no se vende. Que hay que luchar y trabajar, así nos cueste muchos años. Pero los frutos vendrán un día. Sí que vendrán.
¡Gracias, don Marcelo!
2 comentarios:
Creo que sí sabes de fútbol y has explicado claramente la situación. En Argentina Bielsa es como una divisoria de aguas, se lo ama o se lo odia.
Yo empecé a prestarle atención al oir a sus detractores y preguntarme qué podía ser tan malo.
Creo que lo que ha logrado con la selección chilena lo dice todo. Todavía recuerdo ese gol a Suiza, nadie había podido meter la pelota en ese arco por mucho tiempo, pero "el loco" encontró la combinación de la caja fuerte! jeje.
Un abrazo.
El último párrafo es lo más positivo que he leído en este blog
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